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jueves, 23 de noviembre de 2017

El mercado desde la perspectiva de verdad y política en Hannah Arendt

Hablar del mercado, a nivel macrosocial, es hablar de economía política. Y si hablamos de este poder constituido, hacemos una referencia implícita a un régimen de veracidad. El mercado, en su trayecto histórico en Europa pre revolución industrial se transformó en un lugar de encuentro, de intercambio de intersubjetividades, como sostienen algunas corriente liberales. Pero dentro de estas dinámicas deambulan discursos, uno de los cuales se ha vuelto hegemónico, en el cual, como dice Michel Foucault, "el mercado debe revelar algo semejante a la verdad". 
Es aquí en que se reconocen las condiciones que tiene el mercado, como la expresión de un poder organizado en torno al capital, para afirmar o negar, verificar o falsear, las prácticas gubernamentales, con lo cual el mercado se plantea como el lugar en que se verifica la efectividad del Estado cuando entra a interaccionar con él. 
De este modo, surgen los discursos que pretenden establecer lo bueno y lo malo: Mala es la intervención estatal para algunos y mala es la práctica abusiva del mercado, representado por el poder de las grandes empresas y sus representantes gremiales. Bueno es el principio de la libertad de elegir que plantea un mercado abierto para unos y malo son los efectos de segregación y apertura-profundización de las brechas del ingreso para otros. Bueno es producir riqueza que tarde o temprano beneficiará a la mayor cantidad de personas y malo es el impacto en la desigualdad que se genera. Y así se podría seguir continuamente en este juego de veridicciones.
La política acá cumple un rol fundamental, con sus dispositivos discursivos, aunque en este marco de construcción de un régimen de veracidad se produce el conflicto. Hannah Arendt señala que la política y la verdad "nunca se llevaron demasiado bien(...)Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado".
Según Arendt, las mentiras reemplazan a los medios violentos, por lo que son consideradas como instrumentos más inocuos en la acción política. Bajo se punto de vista la verdad, por lo tanto, se convierte en un objeto de sacrificio para la supervivencia del mundo, el cual podemos entender como el funcionamiento de los llamados poderes fácticos que tiene el Estado, representado por partidos políticos, y de la economía política, en sus expresiones de corporativismo empresarial particularmente.
Entonces, cuando un régimen de veracidad está instalado en torno al mercado, capturándolo por parte de ciertos grupos (estatales y privados), hablamos de un poder hegemónico, lo que genera pautas de convencionalismo: No importa que la administración del mercado a gran escala (la economía política) produzca distorsiones o provoque conflictos sociales, siempre y cuando sea beneficioso para la mayoría de las personas, como indica el principio utilitarista. Esta es la veridicción del mercado la que impide el cambio o ajuste de las instituciones que regulan sus procedimientos, por lo que otras alternativas o visiones críticas son tratadas como erróneas, irrerales, utópicas, poco serias, ignorantes o malas. Todos estos calificativos hablan de que no están en la verdad, son dejadas afuera por el régimen de veracidad instituido.
Arendt explica a lo que se expone esta resistencia: "A lo largo de la historia, los que buscan y dicen la verdad fueron conscientes de los riesgos de su tarea; en la medida en que no interferían en el curso del mundo, se veían cubiertos por el ridículo, pero corría peligro de muerte el que forzaba a sus conciudadanos a tomarlo en serio cuando intentaba liberarlos de la falsedad y la ilusión, porque, como dice Platón en la última frase de su alegoría de la caverna, «¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos...?»".
Para un nivel de la esfera política, por ende, la verdad establece una diferencia entre las élites que han capturado la actividad política-económica y la ciudadanía. La sociedad política dirigente es la que sanciona lo correcto e incorrecto en torno a la administración privada del mercado, frente a las demandas de la sociedad civil.
El responsable de esta situación, según Arendt, son las relaciones de dominio y para ello la filósofa alemana usa a Thomas Hobbes, en quien aprecia que el dominio es el que ataca a la verdad racional, "cuando falsifica los hechos o esparce la calumnia", lo cual toma mayor presencia en los periodos de enfrentamientos electorales para ver quién se queda con la administración del poder ejecutivo, legislativo y judicial.
La mentira organizada desde el poder, estatal o corporativo-privado, o de ambos actuando simbióticamente, expulsan del mundo a la "verdad factual". Un interpretación de la realidad es la que se apropia, mediante discursos y manipulaciones, de la opinión pública, abriendo la puerta a fenómenos comunicacionales como las "conocidas campañas del terror" para influir en la ciudadanía.
"Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas; siempre corre el peligro de que la arrojen del mundo no sólo por un período sino potencialmente para siempre", afirma Arendt. Es importante recalcar que para esta filósofa alemana la verdad, como concepto, es lo que "no logramos cambiar", debido precisamente a la presencia e influencia de las embestidas del poder y su elaboración de regímenes de veracidad o de mentiras organizadas.
Y aquí entra a jugar a la cancha la propaganda organizada, especialmente a la hora del juego democrático de las elecciones populares, donde emerge la dicotomía que advierte Arendt entre verdad y opinión, la cual "se ve mejor elaborada en Platón (sobre todo en Gorgias) como el antagonismo entre la comunicación bajo la forma de «diálogo», que es el discurso adecuado para la verdad filosófica, y bajo la forma de «retórica», por la que el demagogo -como diríamos hoy- persuade a la multitud"
Es así como estamos ya acostumbrados que los votantes sean receptores de discursos prefabricados con esloganes, en vez de explicaciones sistemáticas y detalladas sobre los programas de gobierno que animan a las fuerzas políticas. El diálogo está siendo expulsado por la retórica en el mundo del propagandismo político hegemónico. Lo que se entiende por verdad sujeta a la razón se desplaza a la opinión, más voluble y refractaria a la reflexión, lo que incide negativamente en la actividad política de la ciudadanía, cayendo en la banalización.
"La verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla. Y esto es válido para la verdad de razón o religiosa, tanto como para la verdad de hecho, mucho más obviamente en este caso", plantea Arendt. 
La verdad de hecho se asocia con la actividad la pragmática de la experiencia de los individuos en su día a día, en torno a su trabajo y relaciones con otras personas, siendo el mercado un lugar de manifestación de esta actividad, por lo que está sujeto a la prueba de veridicción que realiza toda persona de acuerdo a la satisfacción de intereses propios que busca encontrar en esta instancia.
Este tipo de verdad se ve enfrentada al poder político y al de la economía política, es exterior al campo político, aunque Arendt al final de su ensayo aclara que la política no significa solo un terreno de intereses y poderes, sino que también la vida política implica "la alegría y la gratificación que nacen de estar en compañía de nuestros iguales, de actuar en conjunto y aparecer en público, de insertarnos en el mundo de palabra y obra, para adquirir y sustentar nuestra identidad personal y para empezar algo nuevo por completo".
Esta apreciación es la que justamente ha tendido a ser escondida por la mentira organizada como un régimen de veracidad, construido desde el Estado, los grupos políticos dominantes y el poder económico organizado en torno al capital y su expresión del corporativismo empresarial. Así, no son de extrañar los discursos contra la política que se disfrazan mediante la apelación a "los políticos", reduciendo la concepción amplia de la política, con lo cual se coartan los espacios de participación en las decisiones de mayor escala en la sociedad, sobre todo en lo que se refiere a la administración de la economía política. El mercado, en su concepción original, como lugar de encuentro y de intercambios de intersubjetivdades, donde se logran acuerdos libres entre sus actores a nivel microeconómico también es capturado por la presencia de estos regímenes de veracidad. Todo esto se amplifica en las coyunturas electorales, donde las estrategias de terror profundizan el desconocimiento del contenido de la política en su sentido amplio, entendido como real participación ciudadana, en que existen mayores cuotas de libertad. Para Arendt este contenido de la política es donde se tiene "libertad para actuar y para cambiar.

jueves, 9 de noviembre de 2017

El credo del crédito como parte de la teología de nuestra economía política

El credo del crédito es un capítulo dentro de nuestra concepción de la economía política como una teología. ¿Como podemos definir esta relación? teológicamente es un conjunto de doctrinas y creencias comunes a una colectividad, en este caso los consumidores, que contienen un conjunto de verdades que son imprescindibles de aceptar por parte de los miembros de estos grupos.
 Y es que, en la religiosidad, el credo se traduce en una constante relación marcada por la necesidad de estar ligado a algo (a una iglesia, doctrina o ser superior en el campo metafísico), siendo similar a la relación que ejerce el llamado "ciudadano crediticio", acuñado por el sociólogo chileno Tomás Moulian, donde en este caso la necesidad de real, tangible, a la mano (alimentarse, vestirse, pagar el arriendo, la movilización y otros gastos).
Como dice Tomás Moulian en su ensayo "El consumo me consume", el acto de consumir "es una operación cotidiana e imprescindible que está ligada a la reproducción material pero también espiritual (cognitiva, emocional y sensorial) de los individuos".
El credo es una creencia que se acepta como una respuesta a una necesidad o a una convicción. En el cristianismo católico el credo se convirtió en el producto de la convergencia entre la creencia y la razón, o entre la creencia y el saber, es el hijo de la fe y de la filosofía griega: es una elaboración comprensible destinada a lo popular, al igual que lo es el marketing y la publicidad los cuales, en el caso del universo de los créditos, cumplen con la función de facilitar el entendimiento del complejo entramado que tiene el sistema crediticio a nivel macroeocnómico y en el mercado de capitales, junto a su estructura de cobros, intereses y comisiones que usan un lenguaje técnico particular, con el objetivo de que sea entendido por el ciudadano-consumido. Esta elaboración no está diseñada para que el consumidor común y corriente conozca a cabalidad el racionamiento construido en la formación del sistema crediticio con todos los detalles que incorpora; el consumidor solo debe conocer y ser parte, aceptar el producto final que se le ofrece en la forma de créditos comerciale,s de consumo o hipotecarios, en un proceso muy similar al que se registrò con la estructuración del credo del cristianismo católico, la Iglesia Católica, con su régimen de saberes que provenía del Magisterio, escondía los procedimientos detallados del credo, para que el vulgo lo aceptara como una verdad incuestionable.
Bajo esta óptica de analogías el acceso al crédito es equivalente a la integración a una comunidad de fe que permite o facilita la supervivencia en un mundo lleno de pecado y de consumo, gastos y deudas. Esto es, como plantea Walter Benjamín en su ensayo "El capitalismo como religión", que el capitalismo tiene una estructura religiosa que se manifiesta en la búsqueda de satisfacciones para  "las mismas preocupaciones suplicios e inquietudes a las que daban respuesta antiguamente las llamadas religiones".Quien ingresa al sistema crediticio debe aceptar que acepta un mensaje revelado, que supone un sistema cultual que en cualquier momento lo puede culpabilizar si deja de pagar los dineros que una instituación financiera  puede prestar. Es decir, si deja de cumplir en el credo que implica el crédito, el cual tiende a universalizarse en las conciencias de los ciudadanos consumidores, se cae en un potencial y constante riesgo de quedar en morosidad, con lo cual se cumpliría la idea de Benjamín de que el capitalismo no es una religión liberalizadora, sino que destructora: "Habría que esperar la salvación de la desesperanza que se extiende al estado religioso del mundo. La trascendencia divina se ha derrumbado".
"Como estas sociedades capitalistas necesitan de consumidores ávidos, ellas buscan instalar el consumo como una necesidad interior. Cuando el consumo es el eje o el motivo central de un proyecto existencial, puede decirse que éste se instala como "sentido de vida". Eso constituye una hipertrofia del consumo, significa su transformación en un motivo esencial, cuya privación haría desmoronarse el proyecto vital", afirma Moulian en "El consumo me consume".
El sistema de créditos se presenta como algo conocido y demostrado, a través de promociones de bajas tasas de interés y facilidades de pago, llamadas "flexibles", a lo que el consumidor puede optar si cree o no. Los creyentes también estaban sujetos a esta dedicsión bajo el credo católico que debían recitar, incluso si no conocian a un Dios que la misma Iglesia Católica se negaba a explicarles libremente.
El crédito permite acceder al consumo, especialmente al que está limitado por los ingresos personales o familiares, contribuyendo a realizar las posibilidades del yo, al igual como opera el dispositivo de la religiosidad para el creyente que recita un credo de reafirmación. El credo en el crédito instala, como plantea Moulian, un "sentido de vida, como aquel discurso que da unidad y proyección a una existencia".
La institución financiera entrega la tarjeta de crédito a su consumidor-creyente después de haber estudiado su situación financiera. Es como la Iglesia Católica en el escrutinio de sus feligreses. Eso sí, podemos apreciar una diferencia en el tipo de racionalidad en torno al credo del crédito: en términos religiosos era coercitiva, no otorgaba espacios para una racionalidad deliberativa para los individuos. La institución del crédito, sin embargo, opera al revés: concibe la deliberación del consumidor para acceder a él, pero si no se cumple con los pagos se pasa a una situación coercitiva, a través del cobro de las penalidades de intereses que adquiere el dinero prestado.
El credo del crédito también implica credibilidad. Moulián dice que este proceso significa que "se le cree a alguien y esa fe lo hace acreedor de confianza, por eso se le presta". Nuevamente aquí hay una similitud con la práctica del magisterio católico en la elaboración del credo: Quién es creyente de la institución eclesiástica es depositario de una nueva moralidad, es digno de confianza hasta cierto punto para la Iglesia Católica, que le otorga el privilegio de ser miembro. El credo del crédito, por lo tanto, es una relación personal, primero era entre el individuo y la institución religiosa, ahora- en estos tiempos de la moderna economía política- es entre el individuo y la institución financiera.
Esta relación se rompe con el incumplimiento del credo. Moulian explica que el sistema crediticio considera como paria al moroso y al insolvente. Al primero es un pecador que puede redimirse si paga sus deudas, pero el segundo cae en una maldición: "Este paria absoluto, expulsado hacia la tierra árida del ciudadano no acreditado, es no confiable por su condición, no porque haya demostrado una conducta reprobable. Incluso puede darse el caso que el individuo pueda demostrar que paga puntualmente el crédito informal del carnicero del barrio o las cuentas de la luz y del agua. De todos modos, será un inmoral virtual para los sistemas clasificatorios del crédito formal. Esos pobres ni siquiera pueden gozar del efímero placer de los bienes comprados a crédito. Incluso esa puerta les está vedada. No sólo no tienen futuro. Tampoco tienen cómo atenuar la dureza del presente".
El sistema crediticio nos ofrece una declaración de fe ante el dogma, primero establecido por la Iglesia Católica y, en nuestros tiempos, por la concepción del mercado libre. Con el credo se conoce la postura del individuo hacia ante estas verdades establecidas. Creer en el crédito significa confiar en las herramientas del mercado, se confiesa que se cree en lo que se le otorga, por lo que esta declaración queda inscrita por la palabra dentro de un contrato. Es la palabra escrita, al igual que en el cristianismo credal, donde la Iglesia ponía por escrito lo que se cree.
Esta clase de credo también implica un acompañamiento; ya no se está solo para enfrentar las necesidades que impone la economía; el crédito es una ayuda que comporta responsabilidad y tiene el potencial riesgo de no poder ser "digno" de cumplirse, tal como lo ha impuesto la religión organizada, especialmente en occidente.
La creencia en un mercado libre también está incorporada con el acceso al crédito. Se cree en un sistema que ofrece oportunidades para hacer lo que se quiera con el dinero que me presta la institución financiera: comprar lo necesario, pagar otros compromisos, iniciar un "emprendimiento". Hay una creencia implícita en la posibilidad de obtener un crecimiento económico personal, que se adapta a la gran maquinaria productiva-comercial de la moderna economía política.
Las doctrinas económicas que surgen en torno a la economía política también requieren de un credo para legitimarse ante la sociedad, como la del monetarismo -vulgarmente catalogada como noeliberalismo-, que establece el dogma de la desregulación de mercados financieros y la liberalización de los servicios, lo que supone la oferta masiva de créditos a la población, alimentando de esta forma el credo del crédito.