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jueves, 4 de enero de 2024

La ficción que esconde la recurrencia para proponer como regla al Estado de Excepción: el caso chileno

El discurso en torno a la seguridad interna, directamente relacionado con el eje de la delincuencia, ha tomado protagonismo dentro de algunos países latinoamericanos, siendo objeto del debate político-cotidiano, por lo que está sujeto también a la manipulación de ciertos sectores para establecer una agenda funcional a sus intereses, más allá de una sincera preocupación por este problema estructural que azota a la región, a medida que se va ampliando la base económica en sus sociedades. 
El aumento de la violencia, relacionada con la delincuencia, en América Latina se inscribe con mayor fuerza dentro de los marcos de la política, desde donde se construye el dispositivo de la seguridad, el cual pasa a través de la historia como disciplinamiento. 
Una de las aristas que adquiere el debate se centra en el Estado de Excepción y sus alcances en las sociedades latinoamericanas, los cuales han tomado diversas formas en distintos periodos históricos, con guerras civiles, golpes de Estado con la implantación de régimenes autoritarios o de seguridad nacional, o con situaciones de convulsión social que se manifiesta con la aparición de grupos organizados que buscan enfrentarse con fuerzas estatales, ya sea en zonas urbanas o rurales. O sea, en las llamadas crisis de legitimidad cuando principalmente emerge, desde la esfera política, la posibilidad de aplicar el Estado de Excepción. Hablamos de principalmente, pues este instrumento también se aplica para enfrentar las situaciones de catástrofes por causas naturales y -últimamente-sanitarias, a fin de reducir la movilidad de las personas.
Además de Carl Schmitt, es Giorgio Agamben quien aborda de modo sistemático el concepto de Estado de Excepción. Para el filósofo italiano totalitarismo moderno se relaciona directamente con este concepto, al ser un medio para la eliminación física de los adversarios políticos y de categorías de ciudadanos que son "no interables en el sistema político".
El conflicto detrás de este tipo de excepcionalidad ahora se concentra en la seguridad ciudadana amenazada por la práctica delincuencial, de aquellos sujetos y organizaciones dedicadas al crimen y que ponen a prueba la autoridad del Estado, por lo que Agamben ve cómo la política contemporánea usa el Estado de Excepción como una técnica de gobierno, cobrando nuevos sentidos. Chile es un ejemplo de lo que Agamben reconoce como esta medida provisoria se va conviertiendo en una técnica de gobierno, con las 37 prórroga para mantener el Estado de Excepción en la región de La Araucanía, territorio que es foco de las reivindicaciones del pueblo mapuche para recuperar sus tierras, las que se retomaron a fines del siglo XX en una dinámica que ha sido manipulada por organizaciones criminales para ejecutar sus actividades ilícitas, aprovechándose del contexto reinvindicatorio. Esta extensión del Estado de Excepción se vuelve una respuesta estatal con un alto grado de simbolismo, en el sentido de visibilizar su accionar con este marco legal, pese a que los resultados para enfrentar las actividades ilícitas son exiguos, con lo cual se ha convertido en una normalidad, como sostiene Agamben.
Para Agamben, el Estado de Excepción "no es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o soberana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la cual todas las determinaciones jurídicas -y, sobre todo, la distinción misma entre público y privado- son desactivadas. Falsas son, por tanto, todas las doctrinas que buscan anexar inmediatamente el estado de excepción al derecho; y son por ende falsas tanto la teoría de la necesidad como fuente jurídica originaria como la que ve en el estado de excepción el ejercicio de un derecho del estado a la propia defensa".
Ello plantea el tratamiento de la violencia desde la esfera estatal, puesto que la disipación de la diferencia existente entre derecho y anomia es parte del crecimiento de la impugnación de jerarquías jurídicas y sociales, la cual tiene una temporalidad suficientemente pensada para garantizar la continuidad del poder del Estado en el largo plazo, desde donde se define quién queda marginado, una vez que se desactiva el Estado de Excepción. Es, en otras palabras, un cálculo del poder estatal, susceptible de servirle para separar las aguas entre ciudadanos bajo el orden y aquellos que pueden ser excluidos radicalmente (homo sacer).
Aceptar el Estado de Excepción para combatir la nueva categoría de "enemigo interno", en que se ha concentrado la figura de la delincuencia, es parte sustancial del discurso de sectores políticos. En la superficie se muestra como la única respuesta para solucionar directamente este problema, dejando entrever que con esta medida se reducirán las tasas de delincuencia. 
Este orden discursivo reconoce el sacrificio de ciertos derechos para enfrentar este fenómeno, lo que implica la posibilidad de convertirse en una regla con todos sus alcances en el campo de la cultura cotidiana. En la otra vereda, están las fuerzas políticas que busca que la excepcionalidad no sea la normalidad. La primera posición refleja el influjo de Schmitt, mientras que la segunda se guía en Walter Benjamín. 
Lo que resulta de este conflicto es lo que preocupa a Agamben, por cuanto la invocación a la exepcionalidad puede propender a que ciertas categorías de sujetos queden afuera de un sistema de derecho. En este sentido, justamente el orden discursivo que, en el debate chileno, exige la instauración de un Estado de Excepción para enfrentar la delincuencia recurre a otros medios conceptuales que se adhieran a esta medida, tales como avanzar hacia una menor defensa de los victimarios, mediante la crítica a lo que consideran una "justicia garantista". Ello va acompañado de diferentes apelativos dentro del discurso, en que al sujeto delincuente se le asigna un contenido no humano, calificándolos como animales, orcos, escorias, anti patriotas. Tal globalidad asignada busca ser acogida en los marcos del Estado de Exepcionalidad y este es el acto político que se reconoce en el debate en Chile.
La recurrente apelación para aplicar el Estado de Excepción en ciertos territorios para combatir la delincuencia y otras formas anómicas que impugnan las normas del orden estatal, según Agamben, se relacionan con los periodos de crisis que afectan a las instituciones sociales y reglas. 
En el capítulo "Fiesta, Luto, Anomia", de su libro "Estado de excepción Homo sacer, II, I", el filósofo italiano plantea que el Estado de Excepción está estrechamente ligado a la figura del luto público, por la muerte del soberano, lo cual -desde la óptica moderna- podemos identificar en la ausencia de la autoridad estatal en ciertos contextos: zonas urbanas marginales que son dominadas por el crimen organizado o zonas rurales controladas por guerrillas. 
Este fenómeno no es algo espontáneo que crece de la noche a la mañana, sino que es parte de un proceso de décadas, en que surgen relaciones que impugnan la presencia y el poder de la autoridad, donde se inscribe la llamada clase política. En el caso chileno esto se visualiza con mayor fuerza desde las movilizaciones estudiantiles de 2006, periodo de tiempo en que se comienza a desencadenar con mayor visibilidad un malestar social de mayor envergadura y que se fue ampliando en otras categorías sociales (trabajadores, pobladores, consumidores organizados, pensionados, usuarios de la salud).
Gran parte de este conflicto entre una parte de la sociedad y la administración del Estado implica una crisis de legitimidad y es aquí donde el análisis agambeniano encuentra una relación entre la fenomenología del luto con la crisis política: "Así como en los períodos de anomia y de crisis se asiste a un colapso de las estructuras sociales normales y a un desarreglo de los roles y de las funciones sociales que puede llevar hasta la completa inversión de los hábitos y de los comportamientos culturalmente condicionados, asimismo los períodos de luto se caracterizan generalmente por una suspensión y una alteración de todas las relaciones sociales". Recordemos que la sociedad chilena en las primeras dos décadas de este siglo transita por un permanente debate en torno a lo que se ha llamado el modelo de desarrollo, con una permanente discusión entre los defensores de lo establecido y quienes lo critican.
El estallido social de 2019 convulsionó por entero a la clase política y a una parte de la sociedad,en un periodo de crisis marcado por la instalación de un discurso entre el orden/desorden, paz/anarquía, etc. Las manifestaciones de violencia pura en las calles, enfrentada a la violencia del derecho estatal, representada por las fuerza policiales, después de cuatro meses, dieron paso a otra expresión de luto público, como lo fue el inicio de la pandemia de coronavirus, que también obligó a la aplicación del Estado de Excepción, para controlar los movimientos de la población y así evitar el aumento de los contagios, con todas las significancias que representa la muerte. Tanto el estallido social como la pandemia se combinaron para reforzar la ausencia del Estado en ciertos territorios, aumentando el poder anómico del crimen organizado, lo que fue reconocido en la discusión pública, como un aprovechamiento de la ausencia del Estado.
Esto lo advierte Agamben cuando analiza a otros autores para identificar la relación entre luto público y crisis política, con la aparición del término "terror anómico" en los contextos de crisis de legitimidad. La delincuencia, con la correspondiente sensación de inseguridad que se apodera de la opinión pública, es parte de este terror anómico con que se justifica la aplicación del Estado de Derecho desde la esfera política. Como señala el pensador italiano, la anomia y el derecho tienen una relación ambivalente: se separan pero esconden una solidaridad: "Es como si el universo del derecho -y, más en general, el ámbito de la acción humana en tanto tiene que ver con el derecho— se presentase en última instancia como un campo de fuerzas recorrido por dos tensiones conjugadas y opuestas: una que va de la norma a la anomia y la otra que conduce de la anomia a la ley y a la regla. De aquí un doble paradigma, que signa el campo del derecho con una ambigüedad esencial: por una parte, una tendencia normativa en sentido estricto, que apunta a cristalizarse en un sistema rígido de normas, cuya conexión con la vida es, sin embargo, problemática, si no imposible (el estado perfecto de derecho, en el cual todo se regula por normas); por otra parte, una tendencia anómica que desemboca en el estado de excepción o en la idea del soberano como ley viviente, en el cual una fuerza de Ley vacía de norma actúa como pura inclusión de la vida". 
Es de suma relevancia esta idea agambeniana de la pretensión utópica de la política para que las normas, en su función regulatoria, solucionen todas las problemáticas en la sociedad. Así, la persistencia en invocar la excepcionalidad, la suspensión del derecho para actuar con autoridad frente a la delincuencia no es más que una declaración de intenciones de un orden discursivo con determinadas coordenadas políticas, en el que se generan expectativas que no son fáciles de materializar. 
El análisis de Agamben se centra en la articulación eficaz, pero falsa, entre vida y derecho, el desorden y el orden, que produce el Estado de Excepción. Aquí, vida es asociada con el actuar políticamente de las personas que buscan impugnar y escabullirse del ordenamiento normativo, por lo que corre el riesgo de ser relacionada con la delincuencia mediante el instrumento de la violencia pura. Ello se ve reflejado en el reduccionismo que aplica la clase política y los grupos sociales que apoyan el orden establecido, para que las expresiones de movilización civil sean equiparadas con el actuar delincuencial. Se mete en el mismo saco a organizaciones civiles, que crítican el nomos, con la violencia pura que surge en las calles. Justamente, el orden discursivo que propugna la permanencia de la excepcionalidad para suspender el Estado de Derecho en ciertos territorios, relaciona directamente la figura de la delincuencia con el disenso político. Puestas así las cosas, el Estado de Excepción es un instrumento funcional a un interés político para no enfrentar la crisis de legitimidad que afecta al poder estatal de estos tiempos. 
Podemos sostener que este es uno de los elementos de la ficción que advierte Agamben en el Estado de Excepción. Su eficacia es reconocida en la perdurancia que ha tenido en occidente durante el siglo XX y en las formas en que se manifiesta en esta centuria, donde está el potencial riesgo de reducir la vida, con la excusa de impedir rebrotes autoritarios y populistas, según indica el orden discursivo que lo plantea. "Inclusive, el estado de excepción ha alcanzado hoy su máximo despliegue planetario. El aspecto normativo del derecho puede ser así impunemente obliterado y contradicho por una violencia gubernamental que, ignorando externamente el derecho internacional y produciendo internamente un estado de excepción permanente, pretende sin embargo estar aplicando el derecho".
Si el poder articulador de legitimidad del orden normativo no es capaz de separar las aguas entre delincuencia y disenso cívico a la crisis de legimitidad del Estado y del mercado, lo cierto es que la pretensión de mantener como una regla al Estado de Excepción, enarbolada por el orden discursivo, no hace más que reflejar la fractura persistente que produce el afán normativo del poder estatal, coptado también por el poder corporativo privado, por sobre el actuar de las personas, sin escuchar sus demandas de cambios o de intervención ante los efectos que generan los déficits del diario vivir, encarnados en la relación entre el costo de la vida y el acceso a necesidades básicas.