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jueves, 14 de marzo de 2024

Economía política de la medicina moderna: la pugna de poder que tiende a esconderse en el debate actual

La discusión en torno a la relación entre el Estado, mercado y el sistema de salud no solo es un tema de alcance económico, sino que también abarca los campos de la ética, la filosofía política, la sociología y el sistema simbólico cultural de la vida cotidiana. Ha sido Michel Foucault en sus investigaciones sobre el proceso histórico en que la medicina se inserta con otra perspectiva en la vida moderna, para la administración de los cuerpos, y las tareas que va imponiendo la estructura productiva en occidente, uno de los puntos de vista más conocidos para identifica una genealogía de la medicalización en nuestras sociedades de los últimos dos siglos.
En la conferencia que realizó acerca de "la crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina", el pensador francés reconocer como principales características la injerencia del Estado en la salud de las personas, en un recorrido que adquiere sistematicidad desde el siglo XIX, mediante concepto de limpieza como un ideal moral público, para después pasar al concepto central del derecho de acceso a la salud pública, surgido posteriormente a la segunda guerra mundial.
Reconoce que históricamente la "preocupación de la medicina del Estado encierra cierta solidaridad económico-política", que debe entenderse no en términos altruísticos, sino que desde la perspectiva del control social que en algunos países europeos, como Inglaterra, tomo un carácter de servicio autoritario, dirigido a los grupos sociales con menos recursos, para evitar la propagación de pestes que pudieran afectar a los grupos con mayor poder en la escala económica y, además, tender hacia un mayor resguardo de la fuerza de trabajo, proveniente de estos grupos sociales. Estos tres elementos de control configuran el sistema de medicina social que se propagó en el siglo XX en los países industrializados y emergentes, donde Inglaterra plantearía una mayor influencia para el desarrollo de un modelo de funcionamiento de la medicina, en que se vincularon tres elementos, según explica Foucault: "la asistencia médica al pobre, el control de la salud de la fuerza laboral y la indagación general de la salud pública, protegiendo así a las clases más ricas de los peligros generales".
Por otro lado, menciona que esto permitió "la realización de tres sistemas médicos superpuestos y coexistentes: una medicina asistencial dedicada a los más pobres, una medicina administrativa encargada de problemas generales, como la vacunación, las epidemias, etc., y una medicina privada que beneficiaba a quien tenía medios para pagarla".
"Mientras que el sistema alemán de la medicina de Estado era oneroso y la medicina urbana francesa era un proyecto general de control sin instrumento preciso de poder, el sistema inglés hizo posible la organización de una medicina con facetas y formas de poder, diferentes según se tratara de la medicina asistencial, administrativa o privada, de sectores bien delimitados que permitieron, durante los últimos años del siglo XIX, la existencia de una indagación médica bastante completa. Con el plan Beveridge y los sistemas médicos de los países ricos e industrializados de la actualidad, se trata siempre de hacer funcionar esos tres sectores de la medicina, aunque sean articulados de manera diferente", señala Foucault.
Esta idea es clave, pues permite entender la configuración de una economía política sobre la base de principios administrativos de control que después fueron incluyendo principios de manejo económico, para la gestión de los recursos destinado a financiar las tareas del sistema médico moderno.
Con ello, la salud entra al terreno de lo macroeconómico, en lo que respecta a la política fiscal y a los principios presupuestarios, siendo -por ende- objeto de la lucha política, específicamente en los países industrializados, en un proceso que a fines de los años ochenta se instala en las llamadas economías emergentes, como lo es el caso chileno, que contiene un proceso de privatización y de apertura de los sistemas de salud a la industria privada.
Foucault identifica el periodo 1940-1950 como el del nacimiento de una nueva episteme en torno al cuerpo desde la salud, que involucra al derecho, la moral, la política y la economía, como una intervención del Estado, a través de un sistema regulatorio que vigila a prestadores públicos y privados en un régimen de relaciones entre las enfermedades y la salud corporal, que conlleva emergentes pautas de práctica social, donde la publicidad y el marketing surgen como intermediadores clave, cuyas lógicas van generando colisiones al interior de las sociedades.
Esto forma parte de lo que Foucault denomina el aspecto de la economía política de la medicina, al ser un medio de reproducción directa de la riqueza, a partir de los cuerpos: "No simplemente porque es capaz de reproducir la fuerza de trabajo sino porque puede producir directamente riqueza en la medida en que la salud constituye un deseo para unos y un lucro para otros. La salud en la medida en que se convirtió en objeto de consumo, en producto que puede ser fabricado por unos laboratorios farmacéuticos, médicos, etc., y consumido por otros -los enfermos posibles y reales- adquirió importancia económica y se introdujo en el mercado".
Bajo su análisis, "el cuerpo humano se vio doblemente englobado por el mercado: en primer lugar en tanto que cuerpo asalariado, cuando el hombre vendía su fuerza de trabajo, y en segundo lugar por intermedio de la salud. Por consiguiente el cuerpo humano entra de nuevo en un mercado económico, puesto que es susceptible a las enfermedades y a la salud, al bienestar o al malestar, a la alegría o al sufrimiento, en la medida que es objeto de sensaciones, deseos, etcétera".
Este ingreso del cuerpo al mercado, mediante la demanda y consumo de salud posibilita la aparición de múltiples fenómenos que, según el filósofo francés, "causan disfunciones en el sistema de salud y en la medicina contemporánea". Una disonancia de este tipo es que el incremento en la demanda de los modernos servicios de salud no tiene aumenta correlativamente el nivel de vida. "La introducción de la salud en un sistema económico que podía ser calculado y medido indicó que el nivel de salud no operaba en la actualidad como el nivel de vida. Si el nivel de vida se define como la capacidad de consumo de los individuos, el crecimiento del consumo humano, que aumenta igualmente el nivel de salud, no mejora en la misma proporción en que aumenta el consumo médico".
Otro punto importante que advierte es que esta asimetría "revela una paradoja económica de un crecimiento de consumo que no va acompañado de ningún fenómeno positivo del lado de la salud, la morbilidad y la mortalidad. Otra paradoja de esta introducción de la salud en la economía política es el hecho de que las transferencias sociales que se esperaban de los sistemas del seguro social no desempeñan la función deseada".
La desigualdad en el consumo médico también es otro pilar de economía política de la medicina, lo que se ejemplifica en que "los más adinerados continúan utilizando los servicios médicos mucho más que los pobres, como ocurre hoy (fines de los años 70 en el siglo XX) en Francia, lo que da lugar a que los consumidores más débiles, o sea los más pobres, paguen con sus contribuciones el superconsumo de los más ricos. Por añadidura, las investigaciones científicas y la mayor parte del equipo hospitalario más valioso y caro se financian con la cuota del seguro social, mientras que los sectores en manos de la medicina privada son los más rentables porque técnicamente resultan menos complicado. Lo que en Francia se denomina albergue médico, es decir, una hospitalización breve por motivos leves, como una pequeña operación, pertenece al sector privado y de esa manera lo sostiene el financiamiento colectivo y social de las enfermedades".
Es así como el financiamiento colectivo en gran parte sigue financiando el consumo de los sectores de mayores ingresos, por lo que para Foucault "la igualación del consumo médico que se esperaba del seguro social se adulteró en favor de un sistema que tiende cada vez más a restablecer las grandes desigualdades ante la enfermedad y la muerte que caracterizaban a la sociedad del siglo XIX. Hoy, el derecho a la salud igual para todos pasa por un engranaje que lo convierte en una desigualdad".
A renglón seguido plantea que el financiamiento colectivo también se dirige al aparataje industrial que está detrás de la economía política de la medicina, a la empresarialización, particularmente al sector farmacéutico que se financia mediante las instituciones que prestan los seguros de salud. "Si esta situación todavía no está bien presente en la conciencia de los consumidores de salud, es decir, de los asegurados sociales, los médicos la conocen perfectamente. Estos profesionales se dan cada vez más cuenta de que se están convirtiendo en intermediarios casi automáticos entre la industria farmacéutica y la demanda del cliente, es decir, en simples distribuidores de medicamentos y medicación", afirma.
Este modelo de funcionamiento histórico de la medicina el filósofo lo ubica desde el siglo XVIII en las sociedades europeas, que han operado de referencias para los países latinoamericanos, especialmente donde se ha consolidado actualmente en sistemas sanitarios mixtos en la provisión de estos servicios. Estudiando ese "despegue" del modelo europeo y sus estructuras médicas, es como Foucault piensa que las sociedades no industrializadas, de fines del siglo XX, puedan adaptarse a este modelo de funcionamiento, en su aspecto de economía política.
"Se requiere la modestia y el orgullo de esos economistas para afirmar que la medicina no debe ser rechazada ni adoptada como tal; que la medicina forma parte de un sistema histórico; que no es una ciencia pura y que forma parte de un sistema económico y de un sistema de poder, y que es necesario determinar los vínculos entre la medicina, la economía, el poder y la sociedad para ver en qué medida se puede rectificar o aplicar el modelo", sostiene.
Si no se reconoce, efectivamente, que las estructuras médicas y su empresarialización forman parte de un sistema de poder que va creando saberes con sesgos determinados, se obtiene vínculos incompletos para abordar perfeccionamientos en la administración de la salud. 
Una interpretación que se puede desprender de este análisis foucaltiano es que el avance hacia un sistema mixto de salud, público-privado -que reconoce la modernización a través de la práctica de la medicina social, como ocurrió en Europa entre los siglos XVIII y XIX, y en Chile, desde la primera mitad del siglo XX- es una conclusión necesaria para abordar el carácter bizantino que toma la discusión en torno a administración del sistema de salud en los tiempos actuales. 
Bizantino, en el sentido de que el debate actual, sobre todo en Chile, se produce con argumentaciones muchas veces inútiles y dialécticas en torno a la pugna entre "libertad y socialismo". Las columnas de opinión son las que reciben este tipo de contenidos, dejando de lado el aporte más idóneo que tienen las  investigaciones históricas, con un enfoque multidisciplinario, para perfeccionar el sistema de salud.
Resulta necesario que el abordaje de esta discusión incluya líneas de propuestas y acciones que tiendan a equilibrar la coexistencia de poderes en torno a los sistemas de salud actuales.

jueves, 1 de febrero de 2024

Las restricciones para el desarrollo de un capitalismo democrático: el caso chileno

Existen algunos elementos en la obra de Michael Novak "La Ética Católica y el Espíritu del Capitalismo", que nos abren camino para elaborar una somera crítica al desarrollo de la economía en Chile y cómo este proceso ha sido afectado históricamente por el tradicionalismo cultural presente en los grupos sociales dirigentes, el cual ha puesto obstáculos para avanzar hacia formas capitalistas más abiertas, democráticas y liberales, especialmente en el siglo XIX, periodo en que estas ideas tomaron mayor fuerza en la formación del Estado moderno, en Europa y en Estados Unidos, principales correas de transmisión del circuito industrial y comercial del capitalismo de esta época.
Por ello, consideraremos el enfoque que Novak hace en este trabajo, vaciando el profundo análisis que realiza para relacionar la ética del catolicismo con el desarrollo del espíritu capitalista. Nos concentraremos en el concepto de capitalismo democrático que aborda en esta obra, a partir de la idea que plantea sobre que las determinadas actitudes y exigencias morales y culturales que van resultando con las prácticas del capitalismo, las cuales son decisivas para ampliar la acción de una economía abierta. Si estas exigencias no se cierran en grupos sociales se lograr ampliar el dinamismo productivo presente en distintos segmentos de la sociedad, no encontrando límites ni obstáculos entre sus interacciones, produciendo sociedades abiertas, con una mayor inclinación a la innovación económica.
Esta último principio Novak lo reconoce en las virtudes morales de la creatividad y la cooperación, que inciden en la formación de comunidades al alero del capitalismo, mediante la asociación voluntaria, diferenciándola de lo que ocurre en las sociedades conformadas por un grupo dominante que impone sus tradiciones, donde la unidad social se configura mediante lazos de parentesco. En este tipo de sociedades la dimensión política y ético cultural va estableciendo se tiende a alejar de los principios de participación convenida voluntariamente.
A fines del siglo XIX la matriz cultural de la llamada oligarquía chilena del siglo XIX quedó arraigada en sus descendientes, cuyos lazos de parentesco siguieron configurándose durante el siglo XX, concentrándose con mayor fuerza en la esfera privada de los negocios familiares, por sobre la figuración pública que hubo entre 1891 y 1925. En este sentido, toma viabilidad el trabajo de Genaro Arriagada sobre la Oligarquía Patronal Chilena (1970), donde describe el traspaso desde la esfera política de este grupo social a los gremios empresariales. Esta construcción de tipo cerrada se mantiene, hasta un cierto nivel, en el marco de la modernización capitalista experimentada por Chile desde 1975, en que se reconoce una ampliación de la base económica y la irrupción de nuevos grupos al proceso productivo-comercial, generando mayores grados de apertura en la sociedad chilena.
Sin embargo, a grandes rasgos, es posible advertir las dificultades que encuentra la asociatividad voluntaria, a gran escala, en las relaciones sociales de producción en el país, para abrir el mercado a pequeñas empresas, pues creemos que el problema de contar con un mercado pequeño y limitado, como es el chileno, también se encuentra bajo la influencia de una élite económica que restringe la entrada a otros tipos de lógica que puedan seguir perfeccionando el alcance del proceso capitalista, dándole un mayor contenido democrático, desde el punto de vista de la economía política.
Uno de los mayores problemas que se producen por esta dinámica es la pérdida del sentido de comunidad, sobre la base de la asociatividad voluntaria y la cooperación, pues este déficit genera una demanda por la acción del Estado para llenar este vacío. La forma de entender la contrucción de comunidades que no sean coacccionadas por el poder de mercado de ciertos grupos de poder privados y por el aparato estatal es lo que ha faltado en la discusión del capitalismo chileno. No se advierte un punto de vista que busque equilibrar esta disputa.
Importante antecedente histórico es que en la matriz cultural de la oligarquía agraria chilena persistió por décadas el desdén a las personas vinculadas a la práctica del comercio, denostándolo con categorías como "advenedizos" en la vida social, quedando en un lugar secundario y marginal el principio mismo de creatividad que conlleva el capitalismo. Este tipo de ethos fue afectando las posibilidad de ampliar la base económica desde la producción de subjetividades.
El residuo de este tipo de pensamiento fue moldeando una forma particular de capitalismo en las élites chilenas, a las que se le fueron agregando otros elementos que tienden a dejar de lado el aspecto de la asociatividad abierta y sistemática. Desde la implementación del proceso de modernización capitalista de fines del siglo XX, se cristalizó la idea de un liberalismo excesivamente centrado en el individualismo, dejando de lado el carácter asociativo. Novak rebate este punto, sosteniendo que "las actividades capitalistas son en su mayoría de carácter asociativo y no individualista. Difícilmente puede ninguna empresa ser dirigida por un individuo a solas y, por cierto, ninguna de ellas podría tener éxito en forma aislada. Las actividades económicas son intrínsecamente relacionales. La confianza es el núcleo de la actividad voluntaria y ciertos hábitos de consideración recíproca son normales entre los colegas de trabajo".
"Atribuir al capitalismo, en tanto realidad viva, un individualismo radical, atomizado, es en exceso simplista. La práctica de asistir a reuniones y tomar parte en actividades al atardecer es una pasión de naturaleza capitalista. Por cierto que un fruto eminentemente social del espíritu capitalista es la creación de suficiente nueva riqueza para mantener a un vasto universo de organizaciones sin fines de lucro y asociaciones voluntarias", señala Novak.
La síntesis entre un liberalismo limitado, el corporativismo católico y el nacionalismo autoritario que se materializó en la institucionalidad de la dictadura de Pinochet, la cual fue el reflejo de la visión de mundo del pensamiento conservador por sobre la sociedad chilena, también conocido en el proceso de restauración nacional, surgida desde el golpe de Estado de 1973, es un ancla evidente en la configuración del capitalismo a la chilena y sus limitaciones. Sabido es que la visión que tuvieron de los grupos conservadores en Chile y sus élites para resistirse, a fines del siglo XX, a la apertura socio-cultural que una economía abierta iba produciendo en materia educacional, valórica y en la dimensión afectivo-sexual. Es necesario recordar que tales posiciones se reflejan en la adhesión de las élites conservadores en grupo conservadores-religiosos como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y el Movimiento Schoenstatt, desde donde, en la arena política, han surgido programas de gobierno en la derecha chilena, donde conviven esta síntesis económica, política y valórica. Este tipo de visión de mundo choca con la capacidad que Novak reconoce en el capitalismo democrático para auto reformarse, sobre la base de la autonomía que tiene el ordenamiento moral-cultural con el ordenamiento político, siendo todo lo contrario a las posiciones que postulan estos grupos.
Es así como en un sistema moral-cultural cerrado y un sistema político con bajo nivel democrátivo las condiciones de desarrollo del capitalismo se ven más limitadas. Y, precisamente, las fases de acumulación de capital en Chile se vieron condicionadas bajo estos dos aspectos en etapas históricas determinadas: primero, con la irrupción de la oligarquía que toma las riendas del Estado entre 1891 y 1925 y, casi cincuenta años más tarde, con la "restauración nacional" de 1973, al alero de la dictadura militar. Estas bases para entender las limitaciones de un sistema capitalista, más abierto culturalmente y con una participación efectiva de los agentes económicos en el mercado, sin que se vean afectados por el poder de un actor con mayores recursos, es lo que permite identificar someramente un mayor impulso de las dinámicas capitalistas en el tejido social.
La irrupción de un discurso centrado excesivamente en el individualismo, por sobre la capacidad de las asociaciones libres y voluntarias, que se sistematizó desde la implementación del modelo de economía, menoscabó el concepto de comunidad económica que se albergan bajo las dinámicas capitalistas, especialmente a pequeña escala. Su importancia quedó escondida bajo la alfombra, producto de una concepción de mundo reduccionista por parte de los artífices del modelo de economía y sociedad, desde donde aún se instala un discurso vulgar de anticomunismo que tiende a desechar la asociatividad y la cooperación. 
En este sentido, Novak aborda el concepto de justicia social desde la perspectiva cooperativa y de asociatividad del capitalismo, señalando que supera los límites construidos por el discurso reduccionista sobre la economía abierta, donde la sociedad civil cumple un rol fundamental, que requiere de un sistema libre en el campo político y en el campo moral-cultural. Estas dos últimas esferas han quedado limitadas, tanto en el periodo 1891-1925, como en 1973-1990.
El filósofo estadounidense recalca la definición del capitalismo democrático por sobre el término de "economía de mercado", para vaciarlo de la connotación de la doctrina libertaria que se focaliza en extremo en el sistema económico, sin considerar otros factores que dan vida a la sociedad, como son la interacción que reconoce entre sistema económico, político y el moral-cultural.
"El capitalismo democrático pone en marcha un sistema tripartito. Dicho sistema está diseñado para servir a los individuos, no para que éstos lo sirvan a él". Y este es uno de los principales puntos de conflicto para un mayor desenvolvimiento del capitalismo democrático en Chile, pues estos grupos sociales que dirigen al país logran -mediante su influencia en la administración del Estado y sus gobiernos de turno- capturar la estructuración del sistema tripartito, sujetándolo a condiciones que permiten una reproducción y circulación limitada de las decisiones y el uso de los recursos, con lo que se restringe su amplificación hacia otros actores económicos, donde se pueden desarrollar lógicas asociacionistas y cooperativas. 
Novak se da cuenta de este fenómeno de asimetrías de poder que pueden abrir espacio a lo que comúmente se denomina como abuso, al referirse a la cooperación social como una de las virtudes requeridas para avanzar hacia un modelo capitalista más abierto: "Cuando surgen injusticias, como siempre ocurre, los ciudadanos tienen el derecho y a la vez el deber de formar asociaciones para buscar reparación, incluso del Estado. Cuando emergen nuevas necesidades, los ciudadanos libres forman una vez más asociaciones para satisfacerlas. Es un error primitivo el concebir la justicia social como una actividad propia del Estado o como un sinónimo de la justicia de signo estatista. La justicia social es, en propiedad, una forma de asociación libre. Tan sólo como último recurso, y tras tomar las debidas precauciones contra el excesivo poder burocrático del Estado moderno, los ciudadanos libres ceden de hecho, en ocasiones, algo del poder que les pertenece a un organismo estatal determinado, con miras a lograr sus propósitos a través de ciertas actividades específicas y limitadas".
Esta premisa refleja cómo la idea y búsqueda de consecución de la justicia social, cuyo fin es mejorarkis rasgis del bien común, solo se ha reducido a la acción del Estado para tratar de enfrentar los problemas derivados por la captura del sistema tripartito, por parte de un grupo social, siendo este un aspecto que también limita el desenvolvimiento de una sociedad libre, debido a que este tipo de recurrencia también abre las puertas a otros fenómenos como autoritarismo, paternalismo, burocratismo o clientelismo, lo que tiende a inhibir el pleno desarrollo de las asociaciones libres.
El avance de un capitalismo democrático en Chile se caracteriza por estar sujeto a los intereses de grupos sociales históricamente dominantes, así como a otros grupos que buscan capturar el Estado con un cuerpo de ideas, valores y creencias reduccionistas, como son el tradicionalismo, socialismos ortodoxos y ciertos tipos distorsionados de liberalismo, que se combinan con el conservadurismo y autoritarismo. La intensidad de este espíritu capitalista es cuestionada por estas doctrinas, que pugnan por influirlo en el sistema tripartito económico, político y moral-cultural. Ello nos lleva a concluir que el asociacionismo voluntario, propio del capitalismo democrático, ha sido subsumido por las lógicas de poder de estos grupos sociales, siendo invisibilizados dentro del discurso económico, político y cultural.
La vía de escape, entonces, es considerar la relación entre libertad y razonamiento práctico, al momento en que distintas voluntades de asocian para la cooperación en determinados fines, estableciendo sus propias elecciones, lo que no necesariamente implica socialismo, sino que propender hacia mayores niveles de apertura en el sistema económico, político y moral-cultural.

jueves, 4 de enero de 2024

La ficción que esconde la recurrencia para proponer como regla al Estado de Excepción: el caso chileno

El discurso en torno a la seguridad interna, directamente relacionado con el eje de la delincuencia, ha tomado protagonismo dentro de algunos países latinoamericanos, siendo objeto del debate político-cotidiano, por lo que está sujeto también a la manipulación de ciertos sectores para establecer una agenda funcional a sus intereses, más allá de una sincera preocupación por este problema estructural que azota a la región, a medida que se va ampliando la base económica en sus sociedades. 
El aumento de la violencia, relacionada con la delincuencia, en América Latina se inscribe con mayor fuerza dentro de los marcos de la política, desde donde se construye el dispositivo de la seguridad, el cual pasa a través de la historia como disciplinamiento. 
Una de las aristas que adquiere el debate se centra en el Estado de Excepción y sus alcances en las sociedades latinoamericanas, los cuales han tomado diversas formas en distintos periodos históricos, con guerras civiles, golpes de Estado con la implantación de régimenes autoritarios o de seguridad nacional, o con situaciones de convulsión social que se manifiesta con la aparición de grupos organizados que buscan enfrentarse con fuerzas estatales, ya sea en zonas urbanas o rurales. O sea, en las llamadas crisis de legitimidad cuando principalmente emerge, desde la esfera política, la posibilidad de aplicar el Estado de Excepción. Hablamos de principalmente, pues este instrumento también se aplica para enfrentar las situaciones de catástrofes por causas naturales y -últimamente-sanitarias, a fin de reducir la movilidad de las personas.
Además de Carl Schmitt, es Giorgio Agamben quien aborda de modo sistemático el concepto de Estado de Excepción. Para el filósofo italiano totalitarismo moderno se relaciona directamente con este concepto, al ser un medio para la eliminación física de los adversarios políticos y de categorías de ciudadanos que son "no interables en el sistema político".
El conflicto detrás de este tipo de excepcionalidad ahora se concentra en la seguridad ciudadana amenazada por la práctica delincuencial, de aquellos sujetos y organizaciones dedicadas al crimen y que ponen a prueba la autoridad del Estado, por lo que Agamben ve cómo la política contemporánea usa el Estado de Excepción como una técnica de gobierno, cobrando nuevos sentidos. Chile es un ejemplo de lo que Agamben reconoce como esta medida provisoria se va conviertiendo en una técnica de gobierno, con las 37 prórroga para mantener el Estado de Excepción en la región de La Araucanía, territorio que es foco de las reivindicaciones del pueblo mapuche para recuperar sus tierras, las que se retomaron a fines del siglo XX en una dinámica que ha sido manipulada por organizaciones criminales para ejecutar sus actividades ilícitas, aprovechándose del contexto reinvindicatorio. Esta extensión del Estado de Excepción se vuelve una respuesta estatal con un alto grado de simbolismo, en el sentido de visibilizar su accionar con este marco legal, pese a que los resultados para enfrentar las actividades ilícitas son exiguos, con lo cual se ha convertido en una normalidad, como sostiene Agamben.
Para Agamben, el Estado de Excepción "no es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o soberana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la cual todas las determinaciones jurídicas -y, sobre todo, la distinción misma entre público y privado- son desactivadas. Falsas son, por tanto, todas las doctrinas que buscan anexar inmediatamente el estado de excepción al derecho; y son por ende falsas tanto la teoría de la necesidad como fuente jurídica originaria como la que ve en el estado de excepción el ejercicio de un derecho del estado a la propia defensa".
Ello plantea el tratamiento de la violencia desde la esfera estatal, puesto que la disipación de la diferencia existente entre derecho y anomia es parte del crecimiento de la impugnación de jerarquías jurídicas y sociales, la cual tiene una temporalidad suficientemente pensada para garantizar la continuidad del poder del Estado en el largo plazo, desde donde se define quién queda marginado, una vez que se desactiva el Estado de Excepción. Es, en otras palabras, un cálculo del poder estatal, susceptible de servirle para separar las aguas entre ciudadanos bajo el orden y aquellos que pueden ser excluidos radicalmente (homo sacer).
Aceptar el Estado de Excepción para combatir la nueva categoría de "enemigo interno", en que se ha concentrado la figura de la delincuencia, es parte sustancial del discurso de sectores políticos. En la superficie se muestra como la única respuesta para solucionar directamente este problema, dejando entrever que con esta medida se reducirán las tasas de delincuencia. 
Este orden discursivo reconoce el sacrificio de ciertos derechos para enfrentar este fenómeno, lo que implica la posibilidad de convertirse en una regla con todos sus alcances en el campo de la cultura cotidiana. En la otra vereda, están las fuerzas políticas que busca que la excepcionalidad no sea la normalidad. La primera posición refleja el influjo de Schmitt, mientras que la segunda se guía en Walter Benjamín. 
Lo que resulta de este conflicto es lo que preocupa a Agamben, por cuanto la invocación a la exepcionalidad puede propender a que ciertas categorías de sujetos queden afuera de un sistema de derecho. En este sentido, justamente el orden discursivo que, en el debate chileno, exige la instauración de un Estado de Excepción para enfrentar la delincuencia recurre a otros medios conceptuales que se adhieran a esta medida, tales como avanzar hacia una menor defensa de los victimarios, mediante la crítica a lo que consideran una "justicia garantista". Ello va acompañado de diferentes apelativos dentro del discurso, en que al sujeto delincuente se le asigna un contenido no humano, calificándolos como animales, orcos, escorias, anti patriotas. Tal globalidad asignada busca ser acogida en los marcos del Estado de Exepcionalidad y este es el acto político que se reconoce en el debate en Chile.
La recurrente apelación para aplicar el Estado de Excepción en ciertos territorios para combatir la delincuencia y otras formas anómicas que impugnan las normas del orden estatal, según Agamben, se relacionan con los periodos de crisis que afectan a las instituciones sociales y reglas. 
En el capítulo "Fiesta, Luto, Anomia", de su libro "Estado de excepción Homo sacer, II, I", el filósofo italiano plantea que el Estado de Excepción está estrechamente ligado a la figura del luto público, por la muerte del soberano, lo cual -desde la óptica moderna- podemos identificar en la ausencia de la autoridad estatal en ciertos contextos: zonas urbanas marginales que son dominadas por el crimen organizado o zonas rurales controladas por guerrillas. 
Este fenómeno no es algo espontáneo que crece de la noche a la mañana, sino que es parte de un proceso de décadas, en que surgen relaciones que impugnan la presencia y el poder de la autoridad, donde se inscribe la llamada clase política. En el caso chileno esto se visualiza con mayor fuerza desde las movilizaciones estudiantiles de 2006, periodo de tiempo en que se comienza a desencadenar con mayor visibilidad un malestar social de mayor envergadura y que se fue ampliando en otras categorías sociales (trabajadores, pobladores, consumidores organizados, pensionados, usuarios de la salud).
Gran parte de este conflicto entre una parte de la sociedad y la administración del Estado implica una crisis de legitimidad y es aquí donde el análisis agambeniano encuentra una relación entre la fenomenología del luto con la crisis política: "Así como en los períodos de anomia y de crisis se asiste a un colapso de las estructuras sociales normales y a un desarreglo de los roles y de las funciones sociales que puede llevar hasta la completa inversión de los hábitos y de los comportamientos culturalmente condicionados, asimismo los períodos de luto se caracterizan generalmente por una suspensión y una alteración de todas las relaciones sociales". Recordemos que la sociedad chilena en las primeras dos décadas de este siglo transita por un permanente debate en torno a lo que se ha llamado el modelo de desarrollo, con una permanente discusión entre los defensores de lo establecido y quienes lo critican.
El estallido social de 2019 convulsionó por entero a la clase política y a una parte de la sociedad,en un periodo de crisis marcado por la instalación de un discurso entre el orden/desorden, paz/anarquía, etc. Las manifestaciones de violencia pura en las calles, enfrentada a la violencia del derecho estatal, representada por las fuerza policiales, después de cuatro meses, dieron paso a otra expresión de luto público, como lo fue el inicio de la pandemia de coronavirus, que también obligó a la aplicación del Estado de Excepción, para controlar los movimientos de la población y así evitar el aumento de los contagios, con todas las significancias que representa la muerte. Tanto el estallido social como la pandemia se combinaron para reforzar la ausencia del Estado en ciertos territorios, aumentando el poder anómico del crimen organizado, lo que fue reconocido en la discusión pública, como un aprovechamiento de la ausencia del Estado.
Esto lo advierte Agamben cuando analiza a otros autores para identificar la relación entre luto público y crisis política, con la aparición del término "terror anómico" en los contextos de crisis de legitimidad. La delincuencia, con la correspondiente sensación de inseguridad que se apodera de la opinión pública, es parte de este terror anómico con que se justifica la aplicación del Estado de Derecho desde la esfera política. Como señala el pensador italiano, la anomia y el derecho tienen una relación ambivalente: se separan pero esconden una solidaridad: "Es como si el universo del derecho -y, más en general, el ámbito de la acción humana en tanto tiene que ver con el derecho— se presentase en última instancia como un campo de fuerzas recorrido por dos tensiones conjugadas y opuestas: una que va de la norma a la anomia y la otra que conduce de la anomia a la ley y a la regla. De aquí un doble paradigma, que signa el campo del derecho con una ambigüedad esencial: por una parte, una tendencia normativa en sentido estricto, que apunta a cristalizarse en un sistema rígido de normas, cuya conexión con la vida es, sin embargo, problemática, si no imposible (el estado perfecto de derecho, en el cual todo se regula por normas); por otra parte, una tendencia anómica que desemboca en el estado de excepción o en la idea del soberano como ley viviente, en el cual una fuerza de Ley vacía de norma actúa como pura inclusión de la vida". 
Es de suma relevancia esta idea agambeniana de la pretensión utópica de la política para que las normas, en su función regulatoria, solucionen todas las problemáticas en la sociedad. Así, la persistencia en invocar la excepcionalidad, la suspensión del derecho para actuar con autoridad frente a la delincuencia no es más que una declaración de intenciones de un orden discursivo con determinadas coordenadas políticas, en el que se generan expectativas que no son fáciles de materializar. 
El análisis de Agamben se centra en la articulación eficaz, pero falsa, entre vida y derecho, el desorden y el orden, que produce el Estado de Excepción. Aquí, vida es asociada con el actuar políticamente de las personas que buscan impugnar y escabullirse del ordenamiento normativo, por lo que corre el riesgo de ser relacionada con la delincuencia mediante el instrumento de la violencia pura. Ello se ve reflejado en el reduccionismo que aplica la clase política y los grupos sociales que apoyan el orden establecido, para que las expresiones de movilización civil sean equiparadas con el actuar delincuencial. Se mete en el mismo saco a organizaciones civiles, que crítican el nomos, con la violencia pura que surge en las calles. Justamente, el orden discursivo que propugna la permanencia de la excepcionalidad para suspender el Estado de Derecho en ciertos territorios, relaciona directamente la figura de la delincuencia con el disenso político. Puestas así las cosas, el Estado de Excepción es un instrumento funcional a un interés político para no enfrentar la crisis de legitimidad que afecta al poder estatal de estos tiempos. 
Podemos sostener que este es uno de los elementos de la ficción que advierte Agamben en el Estado de Excepción. Su eficacia es reconocida en la perdurancia que ha tenido en occidente durante el siglo XX y en las formas en que se manifiesta en esta centuria, donde está el potencial riesgo de reducir la vida, con la excusa de impedir rebrotes autoritarios y populistas, según indica el orden discursivo que lo plantea. "Inclusive, el estado de excepción ha alcanzado hoy su máximo despliegue planetario. El aspecto normativo del derecho puede ser así impunemente obliterado y contradicho por una violencia gubernamental que, ignorando externamente el derecho internacional y produciendo internamente un estado de excepción permanente, pretende sin embargo estar aplicando el derecho".
Si el poder articulador de legitimidad del orden normativo no es capaz de separar las aguas entre delincuencia y disenso cívico a la crisis de legimitidad del Estado y del mercado, lo cierto es que la pretensión de mantener como una regla al Estado de Excepción, enarbolada por el orden discursivo, no hace más que reflejar la fractura persistente que produce el afán normativo del poder estatal, coptado también por el poder corporativo privado, por sobre el actuar de las personas, sin escuchar sus demandas de cambios o de intervención ante los efectos que generan los déficits del diario vivir, encarnados en la relación entre el costo de la vida y el acceso a necesidades básicas.