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martes, 31 de agosto de 2010

Breve genealogía del liberalismo económico que hegemoniza la sociedad chilena

Leyendo la recopilación de las célebres cátedras del filósofo francés, Michel Foucault, en el Collége de France, agrupadas en lo que más tarde se denominó “El Origen de la Biopolítica”, surge un concepto más o menos clarificador acerca del “régimen de verdad” que actualmente vive la sociedad chilena, a partir de la idea hegemónica del neoliberalismo que, en palabras de Foucault, no es más que un “anarcoliberalismo”.
Trabajando con sus propuestas investigativas de la genealogía del Poder, Foucault desmenuza la historia de las ideas político-económicas que dan vida al paradigma de la economía política de Adam Smith que se valió del liberalismo para desarrollarse. En este proceso, se identifica al padre F. Von Hayek como un intermediario entre el Ordoliberalismo y el neoliberalismo estadounidense que dio vida al anarcoliberalismo de la Escuela de Chicago de Milton Friedman, de la cual han surgido toda la camada de discípulos chilenos que ya se encuentran en la cuarta generación, gracias a la creación de una serie de dispositivos institucionales, técnicos y de saberes que se reconocen en algunas universidades privadas y en ciertos Think Tank, como Libertad y Desarrollo, donde son más anarcoliberales que los mismos norteamericanos.
Para comprender a cabalidad los elementos del anarcoliberalismo, debemos detenernos en el concepto de Ordoliberalismo, surgido a mediados del siglo XX. Foucault lo identifica como la imbricación de “una política de sociedad y un intervencionismo social a la vez activo, múltiple, vigilante y omnipresente”. En otras palabras el Ordoliberalismo no sería más que la llamada economía social de mercado, cuyo objetivo no es compensar o anular los efectos negativos de la “libertad económica” en la sociedad, sino que apunta a un hecho más profundo: anular los impactos anticompetitivos que surjan en la sociedad.
El Ordoliberalismo no está pensado para contra restar la economía de mercado, sino que para impedir o, más bien dicho, mitigar los efectos sociales negativos generados por la falta de competencia. Esta última realidad la podemos apreciar cotidianamente en nuestro país, donde el mercado ha sido capturado por grandes conglomerados que tienden a disminuir la integración y participación de pequeñas empresas, tal como se aprecia en el sector del retail, supermercados, farmacias, Isapres, AFPs y bancos, entre otras áreas clave de la vida económica.
Durante los gobiernos de la Concertación se pudo apreciar un intento de avanzar en los grados de ordoliberalismo mediante la regulación de estos sectores, pero su resultado fue difuso o mínimo, por cuanto no se intervino en el problema de fondo que era intentar producir mayores grados de apertura en el estrecho mercado que tenemos, sino que se implementó una política de contención que todavía no puede anular los mecanismos anticompetitivos en la sociedad.
La creación del Tribunal de la Libre Competencia ha logrado dar ciertos pasos adelante, con algunos fallos puntuales que han impedido una mayor concentración de mercados en diferentes sectores, pero no se observa el desarrollo paralelo de una política destinada a integrar a los actores más pequeños y rezagados en los encadenamientos productivos y comerciales establecidos.
Al ser un hijo rebelde del ordoliberalismo, el anarcoliberalismo instaurado por Von Hayek y Friedman parte del supuesto que las leyes del Estado no deben desbordar los márgenes de la formalidad, el Estado debe ser ciego y solamente debe considerar a la economía como un juego en que, según Foucault “las reglas no son decisiones que alguien toma por los demás”. “La economía es un juego y la institución jurídica que la enmarca debe pensarse como regla del juego”, agrega.
Así, se comprende el mecánico discurso del empresariado respecto “al cambio en las reglas del juego”: Si un equipo grande destroza al otro en el campo del juego económico, el equipo más débil debe aceptar esta realidad, al momento de haber querido ser parte del juego mismo. Este es el raciocinio clave que nos abre el análisis de Foucault para entender la mentalidad del anarcoliberalismo en las empresas, cuyo discurso del cambio a las reglas del juego no significa más que hacer un apelo a continuar jugando en un orden legal que no cambie.
En consecuencia, la idea central del anarcoliberalismo es que dicho juego debe realizarse sin un árbitro, debe desarrollarse sin planificaciones y su resultado final debe partir del presupuesto de ser desconocido para todos los actores que deciden entrar en él.
Pero la pregunta que realmente la sociedad debe hacerse a sí misma y a los poderes del mercado es: ¿Se desea vivir en un modelo de continuos juegos, donde la principal regla del orden legal debe ser estática?; ¿Por qué el campo económico pide jugar con reglas estáticas, en circunstancias de que otras esferas de actividades en la sociedad no lo hacen así?
El problema del anarcoliberalismo es que nació cojo y sin ojos. Lo más cómico es que desde esta perspectiva de mundo se exige que el Estado deba ser ciego y operar solamente desde una formalidad jurídica estática hacia el mercado, cuando las demás instituciones de la sociedad (formales e informales) se continúan su desarrollo cada vez de modo más dinámico. La pierna de madera del anarcoliberalismo debería ser entonces la ciencia social y, para ello, es necesario que el padre ordoliberista retome la autoridad sobre el hijo rebelde.

jueves, 26 de agosto de 2010

Sobre cómo una parte del empresariado se auto flagela para eludir responsabilidades

Tortuosa y traumática sigue siendo la relación cultural del empresariado con la sociedad chilena. Las raíces de este permanente conflicto la encontramos en los años setenta, luego de la ruptura que significó para los empresarios el proceso de apropiación social que realizó el Estado a inicios de esa década. Las expropiaciones a los que fueron sometidos dejó un trauma psicosocial en el empresariado nacional, el cual no ha podido ser diluido ni siquiera por parte el actual modelo económico extremadamente favorable al sector.
Efectivamente, el hecho de ver vulnerado el derecho de propiedad en aquellos años ha generado un blindaje reaccionario en una gran parte de la comunidad empresarial, el cual estuvo aletargado en los años del laissez faire económico que se instaló en el país entre 1974 y 1990. Pero la asunción formal de la democracia en 1990 despertó con mayor fuerza la lógica defensiva del empresariado aunque, en la realidad, los siguientes veinte años hayan significado para ellos la consolidación del modelo de economía abierta al comercio exterior y, por lo tanto, un mejoramiento en el objetivo de las empresas: generar rentabilidad.
La cultura política del reflujo que se generó partir de 1973 afectó al empresariado y a las organizaciones sindicales en forma más explícita, siendo una de las causas del escaso desarrollo de nuevas relaciones laborales acordes como la de otros países. Paralelamente, el desarrollo de la sociedad civil, cristalizado en nuevas organizaciones de diversa índole, ha hecho perder la brújula del empresario, confundiendo muchas demandas reales de la ciudadanía como un ataque directo al derecho de propiedad con tintes políticos.
A ello se suma la tensa relación con el afán regulatorio que tomó el Estado en los años noventa, en comparación al relajo que hubo en los años ochenta en esta materia. Cada vez que se hablaba de reformas laborales o tributarias, las principales organizaciones empresariales agrupadas en la Confederación de la Producción y el Comercio han sacado la voz con un orden discursivo sintetizado en el eslogan: "se están cambiando las reglas del juego". Esta dinámica comunicacional se acopló perfectamente con la plataforma discursiva y la operatividad legislativa de la derecha que terminó distorsionando el espíritu que animó a proyectos de Ley de este tipo en los últimos veinte años.
El gran fruto que ha dado esta dependencia política, social y cultural del empresariado es la ideologización de la empresa que tiende a reducir como una amenaza a cualquier atisbo de cambio por parte de los demás actores estratégicos de la sociedad (Estado, sociedad civil, sindicatos, partidos políticos, etc.). La idea de que son constantemente atacados o puestos en cuestionamiento ha llevado al empresariado criollo a mantenerse detrás de una línea defensiva que lo lleva a profundizar sus errores en las relaciones cotidianas con la sociedad.
Ejemplo de ello son las últimas declaraciones de los empresarios frente a emergencias nacionales como las que hemos visto este año, primero con el terremoto y ahora con los 33 mineros atrapados a 700 metros de profundidad.
Luego de que una decena de edificios colapsaran en sus estructuras por el terremoto de este año, el presidente de la Cámara Chilena de la Construcción señala que existen edificios que pueden perfectamente existir inclinados, comparando el caso de los departamentos con la torre de Pisa. Mientras, con la tragedia minera, los propietarios de la empresa señalan que probablemente no podrán pagar los sueldos de los mineros afectados.
Varios elementos se pueden rescatar de estos comportamientos. El primero apunta a una suerte de torpeza comunicativa que proviene de la frustración y la impotencia de que estar bajo el control social de otros estamentos. En términos de inteligencia emocional se diría que la falta de autodominio hace resaltar lo primero que se nos viene en mente, en vez de asumir responsabilidades.
De ahí que no sea extraño leer las disculpas públicas por los comentarios no deseados, pero dichos. Ahora, tenemos el otro extremo: aquellos empresarios que niegan toda culpabilidad y disculpas a la sociedad por sus malos manejos administrativos, lo que genera un mayor sentimiento de reactividad frente a las demandas de las otras partes sociales. Eso ocurre con los propietarios de la mina San José que después de dos semanas de aislamiento comunicacional aseveran que no es tiempo de pedir disculpas.
La casuística se repite se escarbamos en el tiempo. A inicio del año 2000 una huelga de trabajadores en la fábrica de bicicletas terminó con un trabajador muerto, frente a lo cual la empresa encontró la defensa del presidente de la época de Asimet, Pablo Bosch, quien defendió la obra de sus colegas, sin especificar las responsabilidades de éstas en el deceso del empleado.
Un caso similar se verificó en 1997, con la llamada crisis de la salmonela que hizo perder a los productores de huevos una importante cantidad de dinero, lo que encendió la furia del presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura, Ricardo Ariztía, quien afirmó que no le interesaban las eventuales casos por enfermedad que podía producir la situación.
Durante la discusión del royalty a la minería, en el 2001, el gran empresariado agrupado en la CPC nuevamente cayó en la línea argumentativa de los "cambios a la regla del juego" y de la "desconfianza" al afán regulador y fiscalizador del Estado. Tanto así, que en aquél período el presidente de la CPC (de nuevo Ricardo Ariztía) encaró al entonces Presidente de la República, Ricardo Lagos, con la siguiente frase: "déjenos trabajar tranquilos".
El reciente proceso de relaciones entre el empresariado y la sociedad, de este modo, se nutre de recíprocas desconfianzas, lo que es peor en el caso empresarial puesto que la desconfianza se instaló en las profundidades de sus representaciones sociales. Ello tiene un paradójico efecto, ya que con estos dispositivos discursivos el gran empresariado contribuye a instalar un mal precedente para los pequeños y micro empresarios que se integran al mercado. Ello redunda en los bajos niveles de capital social existente en la economía chilena.
Este también es un factor explicativo del particular estancamiento de la Responsabilidad Social de Empresa (RSE) en Chile, comparado con los avances que han logrado en estos temas las compañías privadas en otros países. Lo que en otras partes es un modelo sistemático de gestión para innovar en las prácticas empresariales en el mediano y largo plazo, aquí es reducido a la figura de una filantropía difusa y de un marketing cortoplacista.
Si bien la cúpula empresarial intentó modificar su actitud de extrema defensa en lo que percibían siempre como un ataque hacia un empeño más colaborativo con las autoridades -que se cristalizó en las llamadas Agenda de Crecimiento-, lo cierto es que tales iniciativas parece que fueron partes de un paréntesis estratégico, toda vez que persisten las misma reacciones frente a problemas particulares con los demás actores sociales.
La estrategia defensiva reaccionaria (en su amplio sentido y no en su acepción política) no ha podido ser despejada en el empresariado, pese a la variada oferta de consultoras comunicacionales destinadas a superar situaciones críticas, manejo ante los Mass Media y otras asesorías.
Dentro de este tipo de estrategia, identificamos la táctica del victimismo que apunta a culpar a los demás por los problemas puntuales, desligándose de toda responsabilidad. Esto es lo que justamente hace la minera San José por estos días, al señalar que no tienen dinero para pagarle a los mismos mineros atrapados, debido a que no hay flujo de caja, con lo cual se busca que sea el mismo gobierno el que se haga cargo de la situación social.
Esta actitud en una parte del empresariado se sustenta en el principio de subsidiariedad del Estado, donde se persigue que el sector público se encargue de minimizas las externalidades negativas del negocio, mientras que las rentabilidades producidas se privatizan.
El famoso argumento del cambio en las reglas del juego no es compatible con la lógica de la acción pública y la deontología del Estado. Los gobiernos son elegidos justamente para cumplir la supuesta misión de corregir las inequidades e ineficiencias en la sociedad con el propósito de aumentar el bienestar de la población. Y esto es algo que aún no entiende una parte de nuestro empresariado: los procesos de desarrollo económico dinámicos implican un cambio de condiciones cada cierto tiempo.
Lo que realmente sucede es que este mismo segmento de empresarios piensa que se debe volver a la situación de laissez faire radical que se aplicó en los ochenta -con la menor cantidad de regulaciones posibles- o retornar a una situación más parecida ahora que la derecha administra el Estado.
Sin embargo, el desarrollo de la sociedad civil aún es asociado como un adversario dentro del sector. En los últimos diez años se aprecia un resurgimiento de la idea de comunidad por parte de las diferentes asociaciones civiles en diversos ámbitos, desde los consumidores, ambientalistas y animalistas, hasta las agrupaciones de economía solidaria y del comercio justo. La complejización de este panorama es lo que aún confunde a las empresas en su conjunto, pese a las excepciones de algunos empresarios más innovadores que han decidido el contacto metodológico con las comunidades.
La actitud de defensas erradas por parte del empresariado nace por este desconocimiento de lo que es la sociedad civil en estos momentos en el país. Dicha estrategia es tan extrema como aquél otro orden discursivo anti empresarial y anticapitalista: Ambos polos siguen estructuras discursivas similares en cuanto a la preeminencia de slogans y al desconocimiento radical de un tejido social diverso entre sí.
Es necesario superar etapas. Si la tautología del mercado avanza es justamente por la intercambio de acciones entre Estado, empresas, consumidores y sociedad. Para ello recomendamos la lectura del estudio "La cultura del empresariado moderno" -disponible en la biblioteca del Centro de Estudios Públicos (CEP)-, para comprender el por qué se generan estas confusiones y errores en la relación entre los empresarios y la sociedad.
En esta obra de Brigitte Berger, se plantea la idea central de que la cultura es el conductor y el empresariado es el catalizador. Parece que pocos empresarios se han embutido de este ensayo donde se sostienen otros elementos destacables, como el hecho de que la modernización no debe ser considerada mecánicamente como el producto del desarrollo económico, sino como el modo de conducta y pensamiento de la sociedad.
"Más aún, de este modo los individuos corrientes, en sus actividades cotidianas, en sus costumbres, prácticas e ideas, crean la base para que surjan otras instituciones claramente modernas que puedan mediar entre ellos y las grandes y distantes estructuras de la sociedad", explica acertadamente Berger.
Aquí también nos topamos con el hecho de que muchos empresarios se han acoplado ciegamente a la ortodoxia económica monetarista, que niega el componente social de la ciencia económica. Si el maestro es ciego, él y su discípulo caen en el hoyo, decía Jesucristo.
El argumento de que son las empresas las encargadas exclusivas de generar riqueza en la comunidad está equivocado, no toma en cuenta el enfoque cultural de las capacidades empresariales que nos habla de un crecimiento económico que se desarrolla desde abajo, a partir del esfuerzo de los individuos para alcanzar metas (sin el contenido ideológico-político que ha manipulado la izquierda radical con la categoría de los trabajadores).

Si llegarán a surgir nuevas perspectivas en el segmento del empresariado más refractario a los últimos cambios de la sociedad -como aceptar la perspectiva sociológica de las comunidades son un tejido de significados compartidos y no una simple segmentación socioeconómica estructurada en función del consumo- podríamos dejar de ver, leer y/o escuchar declaraciones empresariales erradas y no atingentes a las necesidades de la sociedad actual.

domingo, 15 de agosto de 2010

Variaciones en el discurso de la delincuencia intensificará dispositivos de disciplinamiento social

Bastante amplio es el concepto de disciplinamiento social. Algunos autores lo plantean como un factor del desarrollo histórico, mientras que otros desgranan este concepto en clasificaciones y especificaciones particulares, asociándolo con el accionar de diferentes dispositivos que operan a la hora de establecer y distribuir el Poder del Estado y de los grupos dominantes en la sociedad. Las raíces modernas del concepto las encontramos en los albores de la modernidad, especialmente a partir de la obra "El Leviatán" de Thomas Hobbes, donde se plantea la modena necesidad de domesticar los instintos.
El control del estado de naturaleza (el hombre, lobo del hombre) significa la sujeción de las voluntades individuales -y de sus cuerpos- a costa de objetivos más generales, cuyo sistema de decisiones se definen desde la cúpula del Estado, el portador de la razón instrumental que permitió sentar las bases para el desarrollo de las civilizaciones occidentales-industriales. De Kant a Hegel el paso es corto, por lo que el post estructuralismo de Foucault reconoce en la razón hegeliana, y su espíritu de modernidad, el lugar donde el cual se esconden los dispositivos del disciplinamiento social.
Esta es una ley perenne en las relaciones político-sociales y que sólo ha cambiado de disfraz, bajo diversos calificativos (dictadura del proletariado, contrato social, Estado burocrático, Estado liberal-democrático, Estado de bienestar, regímenes de seguridad nacional, revolución bolivariana, gobierno de la Sharia, etc.), pero que nunca han desechado la tentadora idea del dominio mediante diferentes subterfugios verbales como: "desarrollar la identidad nacional"; "luchando, creando, poder popular"; "restaurar el orden conservador"; "cumplir los valores revolucionarios"; "crear poder popular"; "avanzar en el crecimiento económico", "llegar a ser un país desarrollado" y otros slogans.
Es bajo esta lógica que podemos comprender el direccionamiento del Poder en los procesos de cambio social y en los experimentos económicos y socio-políticos. Desde 1973, la idea del disciplinamiento social en Chile ha cambiado de matriz: La instauración por la fuerza de un modelo económico que, paralelamente, impidió la organización manifiesta de voces disidentes.
Algunos sociólogos clasifican este período bajo la categoría de los dispositivos del Terror y de mercantilización (Moulian 1996); dispositivos en dictadura y post dictadura (Guerrero 2004), mientras que otras obras nos hablan del disciplinamiento social entendido bajo las figuras de la capacitación laboral juvenil, los bajos salarios de la economía local y la informalidad del trabajo sumergido.
Lo cierto es que esta fragmentación del disciplinamiento social va de la mano con la multiplicidad de formas de producir conocimiento, en una dinámica de permanente irrupción, interrelación y superación de saberes destinados al control de los individuos. La forma de producción por excelencia son los dispositivos discursivos que inyectan vida al concepto del disciplinamiento social y, en ese sentido, nos concentraremos en el dispositivo de la delincuencia como otra expresión tendiente a disciplinar las subjetividades de la población.
Como es sabido, el concepto de seguridad ciudadana reemplazó al de la seguridad nacional al de seguridad interior del Estado, llevado a cabo por el régimen militar y la derecha civil, reduciendo el término al objeto de la delincuencia como una de las grandes sombras generadas por la apertura democrática y al desempleo. La instalación del discurso que masifica la delincuencia de un año a otro (1989-1990) responde a un proceso de construcción estratégica de carácter mediático que fue realizada por tres actores claves: Medios de Comunicación convencionales, partidos políticos de derecha e instituciones civiles como Paz Ciudadana, Libertad y Desarrollo y Adimark, entre otros think tank.
El principal fruto de esta dinámica se reflejó en la percepción ciudadana en torno a concepto construido de la victimización. De hecho, durante veinte años nos hemos acostumbrado a leer titulares que hablan del aumento de la delincuencia desde el punto de vista de las subjetividades (percepciones), en vez de hechos concretos (número de delitos realizados efectivamente). La confusión al respecto ha permitido que el concepto de seguridad ciudadana y -posteriormente- llamado seguridad pública, se relacione con la protección del derecho de propiedad, tanto de los propios cuerpos como de los bienes materiales individuales y/o familiares, desplazando a otros elementos tan importantes como el acceso a bienes y servicios públicos, que también forman parte de este tipo de seguridad civil.
En este sentido, una vez instalado un gobierno de derecha en la administración del Estado se ha dado vida a otro proceso: La disminución de las cifras de delincuencia por arte de magia en menos de seis meses. Según los datos de la misma Paz Ciudadana con Adimark, el temor de la población en torno al objeto de la delincuencia bajó de 17% a 13% en el último año, mientras que el índice de victimización también bajó en un punto. Como se observa, se sigue aplicando esta lógica, podremos suponer futuras disminuciones en el tratamiento del fenómeno de la delincuencia, lo cual presenta una serie de potenciales modificaciones en la construcción y direccionamiento de este dispositivo discursivo de disciplinamiento social. La primera es la posible extrapolación de la figura del delincuente hacia otros actores de la sociedad como es la incipiente presencia de grupos de inmigrantes, un segmento de las comunidades mapuches y otros grupos sociales organizados que no se sienten identificados con el modelo global de administración del país. Si bien esta opción ha sido llevada a cabo por el Estado concertacionista, la actual administración está aumentando la extrapolación de la figura del delincuente, como se aprecia en los allanamientos a los centros okupas y en interminable conflicto de algunas comunidades mapuches con el Estado.
Ya hemos sido testigos en los últimos años de las distorsiones semánticas construidas para deslegitimar y estigmatizar a ciertas categorías en relación al discurso de la seguridad ciudadana y la delincuencia. La evolución del término sociocultural del "flaite" es un ejemplo de ello. Si a inicios de los noventa esta palabra aludía más bien a la picardía y la astucia informal del personaje popular, a fines de la misma década, el mismo objeto ha cambiado su contenido semántico a favor de la figura del delincuente, y antisocial. Es así como podemos entender la campaña informal "pitéate un flaite".

Probablemente, los mecanismos de disciplinamiento social en torno a la delincuencia cambiarán de intensidad en los próximos cuatro años, tal como sucedió en la transición del gobierno militar al sistema democrático-formalista de los noventa. El punto de ruptura ocurrido con el traspaso del Poder Ejecutivo a la derecha ha dejado, de todos modos, una serie de complejidades que no se han previsto como la incidencia del discurso de seguridad ciudadana en la disminución del capital social en el país puesto que los dispositivos discursivos en torno a la delincuencia han afectado las relaciones cotidianas de confianza entre las personas.

miércoles, 4 de agosto de 2010

La sociología de la familia como salida práctica y objetiva al debate de los matrimonios gays

Pocos temas son tan complejos en estos tiempos como el matrimonio entre personas del mismo sexo. El debate en torno al tema parece ser simple, pero va más allá de la óptica religiosa-institucional que pretende hegemonizarlo bajo la dualidad apoyo/rechazo. Nosotros, por lo menos, nos dedicaremos a mencionar algunos elementos de la discusión.
Podemos comenzar con la siguiente premisa: En Chile, efectivamente, se tiende a dejar de lado lo que se conoce como sociología de la familia, enterrándola bajo una pauta macro moralista y normativa-jurídica. Lo cierto es que la familia, del punto de vista sociológico, es una de las instancias primarias de socialización e integración de los individuos en comunidades, primero, y en sociedades, después. Las transformaciones sociales y culturales han fragmentado el mapa de las comunidades y, por ello es que actualmente existe un cierto consenso en clasificar los tipos de hogares en unipersonales, matrimonios sin hijos, familias monoparentales, parejas de hecho y, últimamente, hogares homosexuales.
Lo que la sociología tiende a denominar como “desinstitucionalización de la familia” no se refiere a la óptica valórica ni política, sino que es un registro clasificatorio de las dinámicas que se generan al interior de los grupos y comunidades, debido a cambios en los procesos económicos, sociales y culturales, especialmente respecto al desarrollo de las identidades. No es que la familia conocida en términos tradicionales se esté destruyendo, sino que han emergido nuevas expresiones existentes hace siglos, pero que ahora han encontrado los espacios para manifestarse como identidad.
Algunas corrientes de la disciplina coinciden que el abandono del concepto tradicional no viene promovido por los nuevos modelos de familia, sino que se ha generado debido a que el Estado y sus concepciones jurídicas han evolucionado a contenidos legales más inclusivos. Tanto así, que la familia actualmente está siendo definida como “matrimonio, parentesco o convivencia que constituyan núcleos estables de vida en común”. Al menos así se sintetizan los armados normativos en los países que han reconocido legalmente las uniones del mismo sexo.
Este cambio, según la sociología moderna, está asociado a la larga transición de la familia como una unidad de producción hacia una unidad de consumo. Ello ha generado nuevas definiciones de las cuales el derecho ha debido hacerse cargo.
Los nuevos ordenamientos obedecen a realidades innegables que se manifiestan al interior del cuerpo social y aquí entra la lógica del derecho, en cuanto al reconocimiento de estas formaciones y su acceso a los servicios, garantías y beneficios que debe otorgar el Estado. La concepción jurídica moderna es que, cada vez que el Estado impone obligaciones o dispensa beneficios, no puede “negarlos a otra persona que se encuentre dentro de sus límites jurisdiccionales”. Más allá de los juicios de valor que cada uno de nosotros pueda ejercer, la verdad es que el desarrollo del derecho, objetivizado y construido, presenta un carácter más inclusivo en lo que se refiere a la protección de las leyes a los individuos y grupos determinados. Así ha sido en los últimos 231 años y eso no da espacio a las subjetividades que pretenden negar esta dinámica de la esfera jurídica.
Bajo el prisma legal, el matrimonio es una cuestión de contratos privados entre los individuos (hombre y mujer) que se casan, o sea son negociaciones consensuadas como las mismas que se controlan en las demás interacciones de una sociedad formalmente libre. Es deber de la esfera jurídica definir si las normas se podrían ser más elásticas frente a estas nuevas clasificaciones en la familia o si se avanza hacia una des judicialización en la materia.
Lamentablemente en Chile -como en las demás sociedades que tienen una matriz sociocultural latina y, por ende, determinada por el imaginario católico-romano-, la discusión en torno a las uniones por derecho entre homosexuales es encasillada y reducida bajo los veredictos de la pauta religiosa-moralista que, a la postre, termina siendo asimilada por ambas partes (pro y contra de este tipo de unión y/o matrimonio), confundiendo la temática con la fe personal de cada uno de nosotros, cuando de lo que verdaderamente se habla es de la disputa por espacios de poder entre una esfera pública laicista y un sistema religioso institucionalizado.
Un ejemplo de ello se manifiesta en el escenario nacional, luego del mediatizado evento de los matrimonios gay en Argentina con el consiguiente coletazo en nuestra sociedad. Después de que los congresistas de la Concertación hubiesen propuesto un proyecto de Ley sobre el tema, el presidente del Movimiento de Liberación Homosexual (Movilh), Rolando Jiménez, señala que los opositores a tal iniciativa “legislan con la Biblia en el velador”.
El punto es que los dardos recíprocos entre los actores más subjetivizados para discutir el problema, insisten en separarlo del objeto de estudio de la sociología de la familia, ideologizándolo desde el punto de vista político. Ello no trae más que una esterilidad en el tiempo para enfrentar este vacío legal, pues hablamos de uniones de hecho que no tienen resguardos legales, como las asignaciones de bienes en caso de separación o las pensiones de viudez y previsionales, por ejemplo. Esto también afecta a las parejas heterosexuales que han decidido no formalizar un contrato privado ante el Estado. El punto del debate que se obvia, entonces, debería girar en torno a la capacidad del sistema de protección social (welfare) de entregar sus servicios a toda la ciudadanía, como parte del progreso que se entiende racional en las sociedades.
Compliquemos un poco más el asunto: Una arista del debate es la diferencia entre unión de hecho y matrimonio. ¿Es posible que el concepto de registro de unión de hecho entre dos hombres pueda contener, o aproximarse, a las normas que dan vida al concepto jurídico del régimen matrimonial? Si así fuera, toda la discusión semántica entre unión de hecho y matrimonio, ¿acaso no se pulverizaría?
Parece también que todo el debate, propio de nuestra cultura occidental, está más contaminado por el sistema de pensamiento griego, donde se muestra el principio de la Ley Universal de la filosofía estoica y de los silogismos clásicos de causa-efecto. En este sentido, no es extraño encontrar líneas argumentativas contra la unión legal entre homosexuales que pretenden establecer nexos directos entre el matrimonio gay y los niveles de abusos sexuales o de pedofilia (este tipo de argumentos realmente se han dado). Tampoco escapan a estos moldes lógicos las líneas de defensa de las uniones del mismo sexo, puesto que frecuentemente caen en el argumento de generalizar todo reparo al fenómeno como una “actitud” religiosa, confundiendo ésta última con el verdadero sentido de la Fe, del cual nos habla la Biblia y que se sintetiza en la inmensurabilidad de ésta entre los hombres, puesto que es una relación personal entre Dios y cada persona. En cierto sentido, los siglos en que se han construido los dispositivos discursivos de la doctrina católica han terminado por afectar los patrones de raciocinio de sus detractores también. ¿Por qué? Básicamente porque la discusión valórica en torno a la unión legal gay tiende a poner en un mismo saco al contenido de la Biblia con la doctrina creada por el catolicismo en los últimos 1.685 años. Efectivamente, estas Escrituras se han prestado a múltiples exégesis justificatorias de un dominio “temporal” y concreto sobre el cuerpo social, en circunstancias de que el contenido del mensaje bíblico se inclina más al ámbito individual; de cada uno de nosotros en relación con Dios, sin intermediarios humanos. Puestas así las cosas, la opción sexual de las personas se inscribe dentro del libre albedrío; cada quien elige el camino explicado abundantemente en las Escrituras y cada uno dará cuenta de ello ante un solo Juez, que ciertamente no es humano. De ello se desliga el pilar de la predicación del Evangelio para los creyentes de este mensaje: una exhortación al arrepentimiento, pero no de modo coercitivo. Es el entramado religioso-institucional el que ha obligado a la sumisión del mensaje, primero a nivel físico y después al sicológico; cuando-en realidad- éste se toma o se deja, así de simple.
Esto, por supuesto, está dicho para la óptica de los creyentes. Los agnósticos y autodenominados ateos, en todo su derecho optativo, que discrepen o consideren absurdas estas afirmaciones, dilucídenlas de una forma: lean el registro escrito de la Biblia y confróntenlas con estos dos puntos de vista dicotómicos a los cuales hemos hecho mención (una exégesis religiosa-institucional y otra personal-espiritual).
Si esta idea es demasiado rupturista con la ontología de cada uno de nosotros, la perspectiva jurídica ha creado espacios de distensión como la “objeción de conciencia”, para las personas que valóricamente, o por creencias, no compartan la idea del matrimonio gay. Así sucede en España, donde este concepto legal suele ser admitido, siempre y cuando no vaya contra el orden público. Y es que si la objeción de conciencia ha marchado históricamente con la libertad de credo, efectivamente también podría hacerlo con la orientación sexual.

Lo recomendable, por cierto, es dejar de lado los elementos teológicos, filosóficos y axiológicos en torno a este debate y considerarlo más desde el punto la perspectiva del desarrollo de la sociología de la familia y los cambios que se han dado en los últimos decenios, relacionándolos con el principio jurídico de inclusión de derechos, en el sentido de las garantías que deben gozar todos los ciudadanos presentes en un Estado. El intento de cambiar el switch en el contenido del debate podría efectivamente darnos orientaciones más claras que nos alejarían de la perenne excusa de “no estar preparados para el tema como sociedad”.