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lunes, 16 de noviembre de 2020

La lógica del poder desde Byung-Chul Han: la clave de la intermediación y de la positividad para su reproducción estable en el tiempo

Nuevas aperturas en los enfoques sobre la lógica del poder entrega Byung-Chul Han en su trabajo "Sobre el poder", en que disecciona esta relación humana, partiendo desde su lógica, la cual va más allá de las nociones de coerción y verticalidad de mando, las cuales son identificadas por el autor como "constelaciones políticas" que se agotan por sí solas, por lo que entran a interaccionar con otros formas de influir en otros, especialmente en torno a la categoría de la libertad.
"Quien quiera obtener un poder absoluto no tendrá que hacer uso de la violencia, sino de la libertad del otro. Ese poder absoluto se habrá alcanzado en el momento en que la libertad y el sometimiento coincidan del todo", sostiene el autor, abriendo el campo de análisis a las llamadas sociedades abiertas, donde el poder tiene niveles de intermediaciones entre el yo y el otro. En esta relación el yo tiene una continuidad en el otro, en la cual se recobra a sí mismo, siendo un proceso que cobra mayor estabilidad cuando se manifiesta en libertad, siempre y cuando sigan habiendo intermediaciones con el otro. Si estas se acaban o pierden su intensidad se produce violencia y falta extrema de libertad. Por ello el filósofo coreano habla que la estructura interna de la intermediación es la que determina las formas en que se manifiesta el poder.
Otra arista importante en la perspectiva de Byung sobre la lógica del poder es la idea de contextos de selección que toma de Luhmann, los cuales va direccionando para suprimir discrepancias en la relación soberano-súbdito. Aquí el poder es también un vehículo de comunicación que va construyendo acciones seleccionadas para que sean aceptadas por los dominados, siendo esta una función afirmativa del poder que no se basa en la opresión.
"La positividad o productividad del poder como 'oportunidad' se extiende a la amplia zona intermedia entre el júbilo y la coerción". Aquí es donde también opera la relación del yo con el otro: a medida que  el poder del yo aumenta las posibilidades de que el otro acepte los planteamientos del yo. El concepto de sociedad de oportunidades se inscribe en esta lógica de poder, en el "tómalo o déjalo", en que el otro decide si sigue los posibilidades del yo. En caso de no tomar estas posibilidades el otro queda en una posición de exposición al riesgo o de desventaja, pues la codificación del "nadie te obliga" representa una probabilidad de sanción negativa que siempre es recordada por el poder, en su forma de vehículo de comunicación o de orden discursivo.
Ejemplos de esta situación se plasman en la advertencia del poder respecto a que el otro tome otro tipo de decisiones que no se condicen con la decisión del yo, específicamente en la relación soberano-súbdito. El medio de comunicación, que es parte constitutiva del poder, se concentra en ofrecer el opciones a elegir: orden/caos; paraíso/infierno; legalidad/ilegalidad; libertad/opresión; democracia/dictadura; libertad/socialismo; patria/muerte, etc. El juego de la lógica del poder tiene un dinamismo que frecuentemente resulta funcional tanto a  izquierda como a derecha, pero en el fondo es un poder desnudo, que más allá de los ropajes que se ponga.
"Para ejercer el poder, el yo tiene que disponer de la posibilidad de presionar al otro amenazándolo con una sanción negativa. La sanción negativa es una posibilidad de acción que ambos quieren evitar, tanto el yo como el otro, solo que el otro de un modo más imperioso que el yo", afirma Byung.
Bajo este punto de vista del análisis byungiano también es dable la sanción positiva, el consentimiento enfático, el sí que se afirma sin dudas, como aquél que se promociona en la literatura del management, que busca acuerdos entusiastas en aras de un objetivo en común. Esta perspectiva de abrir alternativas es mencionada por el autor como un signo de libertad que va de la mano con una "pluralidad de posibilidades de acción", aunque advierte que no todo es un campo de flores para la lógica del poder en estos casos, pues "la sensación de libertad por parte del súbdito no depende del número de alternativas de las que dispone. Lo decisivo es, más bien, la estructura o la intensidad del 'sí' con el que el otro responde al yo". 
Más adelante el autor aborda lo que denomina como "contexto comunicativo", el cual otorga sentido y estabilidad a la relación de poder, evitando la aplicación de lo que Byung denomina como la violencia pura, cuya finalidad es exterminar por completo con la alteridad. La mediación comunicativa es importante, ya que también supera a la práctica arcaica del poder, que supone un acto de matanza que se impone, pensando que de esta manera se produce una apropiación del poder del otro: Si lo mato, puedo poseer el poder que el otro tiene. Este tipo de lógica de poder termina con la relación y con el poder del yo.
En este ámbito entra en juego la manera en cómo se organiza el poder, en cuanto a la continuidad y subjetividad en sí y consigo mismo, siendo crucial el nivel de intermediación que puede inclinar la balanza del poder hacia la coerción o hacia la libertad, dependiendo del grado de su aplicación, como hemos dicho en los primeros párrafos de este análisis sobre el poder en Byung.
Cuando el poder se configura supraindividualmente, como un conjunto según Byung, se generan otros tipos de intermediaciones: "Cuando falta la intermediación, el conjunto avasalla al individuo. El poder tiene que recurrir aquí a prohibiciones o a mandatos. En tal caso, el conjunto se continúa en el individuo solo por medio de la coerción. Por el contrario, con una intermediación intensa se produce una formación de continuidad sin coerción, pues al individuo no se le impone nada".
Es así como el poder no se posee, sino que es una relación, afirma el autor, tomando la referencia aportada por el trabajo de Foucault. El yo requiere del otro para que haya poder, motivo por el cual el producto final que busca esta relación es la ausencia del conflicto o de la lucha entre el yo y el otro. El exterminio del otro nunca podrá ser, pues supone el final del yo también. En este sentido, la búsqueda del otro, como un adversario del ejercicio del poder, no cesa, siendo esto lo que lo constituye.
Esta continuidad del reconocimiento del otro para el yo es lo que permite señala que el poder siempre esté en constante vigilia, atento a no perder lo que piensa, quiere y hace el otro. Hasta mostrar desinterés por el otro, es una forma de ejercer poder. Ello es lo que lleva a afirmar al pensador coreano que el poder es un "donador de tiempo y de espacio" en su lógica.

lunes, 17 de agosto de 2020

La interminable relación entre la política institucional y la subpolítica

Los conceptos de subpolítica y política institucional son dos ejes que permiten analizar las crisis de ruptura que surgen en las formas de organización que tienen las sociedades actuales, especialmente en las relaciones de poder entre la sociedad civil y la sociedad política, en el mundo del trabajo y en las relaciones socio-culturales derivadas del desarrollo producido a partir de los procesos de industrialización.
El sociólogo alemán Ulrich Beck acuña el concepto de subpolítica, como parte de lo que ahora se reconoce como la crisis civilizatoria, con las llamadas sociedades del riesgo, donde la incertidumbre forma parte de la constitución de los individuos. La subpolítica se constituye como un elemento básico de la actividad política en la actualidad: su sentido está dado en la sociedad civil (Organizaciones No Gubernamentales y movimientos sociales), como sostiene el sociólogo español Ander Gurrutxaga, en su trabajo "La producción de la idea del Nosotros: somos porque estamos", donde repasa el valor del cambio social y lo que denomina como los cosidos sociales.
La subpolítica, como producto de la reflexión que surge de individuos y grupos en torno a los procesos de modernización, es la búsqueda de superación de las prácticas políticas tradicionales, para canalizar las demandas ciudadanas y no son procesadas o aceptadas por la política institucional. Es en el espacio de la subpolítica donde los individuos buscan crear otros espacios de diálogo y deliberación, cuya constitución se realiza a través del cuestionamiento sistemático hacia las formas política tradicionales, las cuales según Beck- se pueden extender acompañadas por la activación de la subpolítica.
Es una forma alternativa de la valoración de la vida pública, que no busca sustituir esta realidad, sino que se enfoca en la creación de nuevos contenidos que pueden estar dentro y fuera de las estructuras que sostienen al sistema político. La subpolítica es una respuesta a la descomposición social invisibilizada por la política institucional, por lo que busca espacios de visibilización, mediante nuevos formas de organización, diálogo y deliberación. Es el resultado de sociedad donde se ha incrementado el nivel de demandas y expresiones contestatarias a la institucionalidad establecida, por lo que es también una forma de organización que busca la oportunidad para producir cambios.
La subpolítica también es una forma de respuesta a los déficit que genera el mercado a nivel territorial, específicamente con la falta de funcionamiento de garantías que antes fueron entregadas por el aparato estatal, siendo esta una realidad que se plasma con mayor fuerza en los países industrializados, en un proceso que los llamados países emergentes o del tercer mundo experimentaron a medias, o simplemente no alcanzaron a experimentar. La participación directa de los individuos para incidir en el proceso de toma de decisiones políticas que supone la subpolítica, en algunos casos, provoca que las formas políticas tradicionales reflexionen, incorporando las demandas que surgen desde la subpolítica.
La subpolítica se enfrenta a la llamada política institucional, la cual se relaciona principalmente con la ciudadanía mediante políticas públicas. Según Ander Gurrutxaga, en esta instancia "se evalúa mediante los logros alcanzados y sufre deslegitimación si no cumple con los objetivos explícitos e implícitos formulados", por lo que plantea que la diferencia con la subpolítica radica en que esta reposa más en los estados de conciencia, en grados de organización espontáneos y en opciones pedagógicas, en vez de contar con definiciones institucionales y la distribución de bienes públicos que implica la lógica administrativa de la institucionalidad política tradicional.
"La política oficial, institucional y pragmática, depende del dinero y de la norma. Busca el éxito y la legitimación en la capacidad para generar bienes que reclaman los ciudadanos. La subpolítica, por el contrario diseña su discurso público como el estado de conciencia y no como una fórmula capturable a través de partidos políticos o de la administración oficial. Su legitimación es más social que política y más pedagógica que administrativa. El horizonte de la primera definición está en el uso y en el usufructo de la administración, operando mediante el presupuesto público y la acción institucional. Tiene soportes en la política pública y en la capacidad para atender las demandas ciudadanas, Su legitimación depende de que cumpla con todo esto y no de generar sentido para el ciudadano. Es una fórmula que vive siempre al borde, en el límite de la legitimación", afirma el sociólogo español.
El distanciamiento de la normatividad institucional de la subpolítica plantea otras formas de cohesión práctica y de unidades simbólicas que constituyen a la sociedad. Por eso la tensión entre la subpolítica y la política institucional también se desenvuelve en el plano simbólico de la cultura, en las formas de organización que escapan a las programaciones de instituciones para canalizar tradicionalmente a las demandas que surgen en la instancia de la subpolítica, razón por la cual concentra expectativas de cambio. 
Estas últimas no son desconocidas por la política institucional, desde donde se han creado mecanismos para tratar de relacionarse y controlar la subpolítica, mediante la construcción de conceptos como participación ciudadana, relacionamiento comunitario y tratando de encasillarla como un espacio estratégico de relaciones entre el poder político del Estado y el poder económico de grandes empresas. Esto último se relaciona con lo que plantea Beck en el sentido de que "la subpolítica le ha quitado a la política el rol de dirigente en la configuración social". 
La aparición de estos mecanismos con afanes de comprensión, control y contención es una forma en que la política institucional trata de direccionar a los procesos de modernización, incluyendo a la subpolítica, generando reglas a través de la modificación de relaciones verticalizadas y mediadas por el aparato jurídico del Estado, para flexibilizarla, pero sin dejar que este control se escape de las manos.
Este intento de control es una forma de invención de la política, en que efectivamente se producen acuerdos entre la subpolítica y la política institucional, en cuanto ambas esferas pueden compartir reglas en común. Por ello, la institucionalidad acepta ciertos niveles de apertura, bajo el concepto de participación y de relacionamiento, los cuales se sustentan fuertemente en la voluntad y en los principios de la autorregulación, como se verifica en el concepto que anima a la disciplina de la Responsabilidad Social Corporativa o de Empresa en el sector privado que se vale de la política institucional. También es necesario mencionar que estos mecanismos de control incorporan criterios de manipulación hacia la capacidad de auto-organización de la subpolítica, la cual en el campo económico tiene capacidad de influir en la pérdida de cuotas de mercado en el poder económico, o de propiciar cambios al interior de este, siempre en el espacio del mercado, con nuevas connfiguraciones.
De todos modos, este grado de apertura de la formalidad jurídica del Estado hacia la subpolítica es relativo, debido a que la lógica de existencia de la primera nunca permitirá una apertura absoluta, de reinvención total de la política, por lo que deja en permanente tensión a ambos ejes en el actual contexto de la (post) modernidad, en lo que Beck reconoce como la superposición y mezcla entre la política oficial y la subpolítica. 
Esta relación se retroalimenta mutuamente, considerando que la apertura de la política, posibilitando la vigencia de derechos fundamentales en las sociedades, especialmente en cuanto al avance de ciertos grados de libertad, ha permitido la aparición y profundización de lo que Beck llama como "centros de subpolítica", que se va autonomizando del poder político y del poder económico. 
El pensador alemán detecta distintas áreas de subpolítica social, como son los medios de publicidad, judicatura, privacidad, iniciativas ciudadanas y nuevos movimientos sociale, los que -a su juicio-"confluyen en formas de expresión de una nueva cultura política, en parte garantizada institucionalmente y en parte situada extrainstitucionalmente". La subpolítica deriva de la legitimación que le otorgó la política y sus alcances institucionales, por lo que para la concepción tradicional de la política pre-moderna es una justificación de los males que ha permitido la apertura de la modernidad y los procesos de modernización productiva que aumentaron la participación en el mundo del trabajo y su impacto en la configuración social que fueron tomando las democracias occidentales.
En conclusión, es necesario reconocer que la subpolítica, así como tiene la capacidad de avanzar efectivamente en mayores grados de apertura en las relaciones de poder que se dan entre las comunidades, y sus integrantes, con el poder político y económico institucionalizado, también puede ser un mecanismo de autorregulación de la misma política oficial, pues si esta cuenta con un grado de manipulación extenso tiene la capacidad de subvertir a la subpolítica, la cual con el tiempo puede convertirse en una política institucional, como ha ocurrido con movimientos sociales y políticos que nacen desde la innovación, pero que a la postre terminan en nuevas hegemonías que reproducen los intereses de la política institucional.

domingo, 23 de febrero de 2020

Mesianismo, milenarismo y proyecto político autoritario: distorsiones de la cultura evangélica

El fenómeno de algunas corrientes de cristianismo evangélico con un proyecto político autoritario ha emergido con una mayor sistematicidad en los últimos años, especialmente en el continente americano, donde estos grupos organizados se han convertido en una punta de lanza fundamental para la aparición de líderes que propugnan un ideario autoritario en el arena pública, a partir del mesianismo y del milenarismo.
Ambos conceptos son elementos constitutivos para la aparición de una práctica política que legitima y propaga el poder pastoral que circula en la cultura evangélica latinoamericana, el cual es entendido desde la  autonomía, un rasgo propio del protestantismo.
La práctica del mesianismo y del milenarismo político, en su objetivo de llegar a un ordenamiento del espacio público, es soteriológica: se realiza a través de la salvación que solamente puede entregar un líder ungido, escogido por una voluntad que se visibiliza por el acuerdo de un grupo de hombres.
En su obra, "Religión y proyecto político autoritario", Arturo Chacón y Humberto Lagos mencionan como el concepto milenarista viene a reforzar el proyecto político autoritario, al presentarse como "un acto de salvación, de intervención divina, y de inauguración de un nuevo amanecer". La actividad política de este modo se sacraliza, surgiendo una subjetividad que mezcla el contenido gravitante de la creencia y los valores con el compromiso por una determinada finalidad política. 
Esta racionalización de la participación en la arena pública se realiza mediante la idea de trascendencia, yendo más allá de las contingencias cotidianas del quehacer político, por lo que aquí radica su conexión con el fundamento metafísico, específicamente en el sentido de la omnipresencia, de la necesidad de establecer mecanismos de control y vigilancia.
Nada queda fuera de la tarea divina encargada a los creyentes que actúan congregadamente, siendo esta última una distinción que marca la pauta hacia un patrón de conducta política excluyente, puesto que se orienta en una visión restrictiva de la democracia, como negación del pluralismo y las formas de realidad social y política que este construye.
Chacón y Lagos reconocen en los regímenes militares, surgidos en Sudámerica desde 1964, una adecuación del milenarismo al proyecto político autoritario, en que se defiende la civilización cristiana frente a los embates del comunismo ateo. "Enfatiza los valores religiosos, especialmente los referidos a la familia y la tradición. En la guerra anti-subversiva la utilización de lenguaje de origen religioso, aparece constantemente; sacrificio, redención, mártires, culto, sagrado y, en la denuncia del llamado enemigo, diabólico, satánico".
El tipo de cultura política creado por esta lógica autoritaria de gobierno derivó, según estos autores, en un apoliticismo opuesto a la politización, a la discusión de los problemas en común, abriendo la puerta al mesianismo y al culto por el personalismo, encarnado en la figura del líder encargado de solucionar los problemas, lo que produce una práctica política de la exclusión, basada en el pensamiento único de tipo religioso.
"Este totalismo de lo religioso establece la base para un totalitarismo político más grave que el que está basado, por ejemplo, en el totalitarismo económico. El que está basado en un totalismo religioso aparece legitimado por sacralización, asegurando también su difusión social. Este totalismo religioso puede ser la base de proyectos de uno u otro signo", indican los autores.
Humberto Lagos aprecia la relación entre el proyecto político autoritario y ciertas corrientes evangélicas que se configuró en Chile, durante la década de los ochenta del siglo pasado y que marca un antes y un después para entender el actual fenómeno de identificación de algunas de estas denominaciones con la cultura política de derecha, en torno a las categorías de familia, orden público, uso de la autoridad y patria, entre otras.
"Un lugar de "encuentro" de las tradiciones religiosas católica y evangélica uniformadas está dado por: el anti-marxismo, y el apoyo incondicional al proyecto político de las Fuerzas Armadas y de Orden. El "dios" de ambas tradiciones tiene ciertos rasgos comunes. es combativo, sancionador, ordenador, anuente con lo militar... y es antimarxista", señala el sociólogo.
La simbiosis entre el universo simbólico castrense, al que recurre el autoritarismo, como es la patria, los valores tradicionales y el nacionalismo, entre otros, se une con el argumento metasocial de la oración, para pedir ser rescatados del mal, para lo cual está implícita la búsqueda de la figura del líder político que represente esta interacción simbólica e interpenetración ideológica entre estas esferas. Una de las condiciones para el surgimiento de estos liderazgos es la presencia de un modelo religioso sectario vinculado a la cultura de las Fuerzas Armadas y de Orden, lo que en Chile adquirió una mayor fuerza en la dictadura militar de Pinochet entre 1973 y 1990.
Este modelo, de acuerdo con lo autores, se caracteriza por su similitud a los rasgos sociológicos que presentan las sectas, entendidos como grupos sociales minoritarios, excluyentes, con una misión especial y que se rigen bajo un liderazgo carismático, que fija -o dice representar- creencias y normas de vida únicas y necesarias. 
Entre 1990 y 2011 se generaron una serie de cambios en la sociedad chilena, los cuales tuvieron incidencia en los grupos sociales más susceptibles a la interpenetración ideológica del proyecto político autoritario de Pinochet con ciertas corrientes evangélicas. Mientras un sector de la derecha política entró en una fase de alegartamiento con el crecimiento político, concentrándose en la defensa institucional frente a los intentos de reforma de la centro izquierda, en el mundo evangélico influenciado por la lógica del autoritarismo político se pasó a una fase de fortalecimiento de la identidad propia, especialmente en la forma de relacionarse frente a los cambios de la sociedad. 
En el ensayo "Separatismo o participación: evangélicos chilenos frente a la política", la académica Evgenia Fediakov, concluye que en el mundo evangélico se consolida el imperativo de establecer una vinculación más estrecha con la sociedad: "(...)la creciente autoconciencia como una importante fuerza social y electoral avalan, por una parte, los intentos de constituirse como un nuevo actor político y, por otra, ponen al movimiento evangélico frente a nuevos desafíos prácticos y teológicos, en busca de una mayor adecuación entre su misión evangelizadora y retos de la modernidad".
Es así como en las corrientes evangélicas que más se relacionaron con el proyecto autoritario de la dictadura militar se concentra en la defensa de los valores tradicionales de la familia toman una preeminencia más alta respecto a las problemáticas sociales vinculadas con la pobreza y la marginalidad, por lo que son las primeras demandas las que se canalizan hacia el sistema político, donde los gobiernos que orientan políticas públicas abiertas, en materia de divorcio, aborto e identidades sexuales, son relacionados con el mal y, por ende, como una forma de colapsar el orden, ante lo cual surge el imperativo de contar con una autoridad que impida esto. Y aquí aparece la idea de exclusión que forma parte del mesianismo político. 
Antonio Cruz, en su trabajo "Sociología una desmitificación", donde analiza desde un punto de vista cristiano-bíblico al pensamiento sociológico moderno, reconoce la distorsión de la práctica excluyente en el modo en que se construyen las relaciones de poder en las iglesias cristianas, advirtiendo el riesgo de caer en el "pensamiento único", caracterizado por la uniformidad: "El cristianismo es plural. Lo era ya en tiempos de Pablo y lo sigue siendo en la actualidad. Seguramente ha sido así porque así ha querido el Señor que lo fuera. Y quizás sea en esta pluralidad donde la fe cristiana encontrara toda su fuerza. Es posible que haya sido esta pluralidad la que le ha permitido adaptarse y subsistir frente a todo tipo de circunstancias adversas. Pero pluralidad no es sinónimo de antagonismo, sino todo lo contrario. La pluralidad debe conducir al respeto mutuo y a la colaboración en la causa común, desde la perspectiva particular. La pluralidad desautoriza todo exclusivismo y deslegitima la descalificación de los demás".
Sin embargo, en el poder pastoral detrás del mesianismo político, vinculado con un proyecto autoritario, se hace referencia a una divinidad autoritaria, que no respeta la libre voluntad del hombre. Este es uno de los aspectos que Antonio Cruz identifica como una de las "perversiones del protestantismo actual", entre los cuales también menciona a la valoración del mensajero por sobre el mensaje, personalizando el evangelio, por lo que se pregunta: "¿no se estará en la actualidad volviendo otra vez a una especie de idolatría fetichista? ¿no habremos sustituido aquellas imágenes medievales de yeso por modernas fotografías y videos de los líderes de hoy".
Ante estas situaciones, que dan espacio al mesianismo político en el mundo evangélico, el autor plantea la necesidad de avanzar en el desarrollo de una teología de la sociedad o sociología cristiana que enfrente las inquietudes del hombre a nivel colectivo e individual. La relación entre los elementos del mesianismo con proyectos autoritarios está mediada por la idea de exclusión, con la formación de submundos dentro de la sociedad, por lo que el autor sostiene la idea de avanzar en la constitución de "congregaciones de contraste, abierta a las demás". 
Desde el punto de vista de la racionalidad política, Arturo Chacón y Humberto Lagos indican la responsabilidad de que la política y la economía, entendidas desde su significación como áreas de las ciencias sociales, sean capaces de darle sentido y coherencia a la práctica de los hombres a través de un lenguaje propio, que se aleje del lenguaje religioso.

domingo, 2 de febrero de 2020

Hayek y algunos elementos del liberalismo en el campo de batalla de las ideas

En los últimos años en algunos países América Latina ha surgido con fuerza una ofensiva comunicacional desde el liberalismo para dar a conocer e implementar sus ideas en la sociedad, donde comienzan a usarse conceptos como el de "hegemonía" dentro de lo que llaman la "batalla de las ideas", específicamente contra el ideario del socialismo y, en menor grado, en los postulados del social cristianismo, el conservadurismo y el autoritarismo.
Este proceso es bastante legítimo y conveniente para ampliar la oferta de ideas en el campo social y cultural, por lo que es necesario identificar la justificación que encuentra el liberalismo del siglo XX, con el propósito enfrentarse a la influencia de las ideas colectivistas que atentan contra la libertad, las cuales son todas aquellas que no son liberales, como el socialcristianismo, el nacionalismo, ciertas formas de autoritarismo, pero especialmente el socialismo.
Figura central en el proceso de desarrollo y expansión del liberalismo en el debate público es Fiedrich Hayek, quien en más de uno de sus cientos de ensayos aborda el rol que asumen los liberales en la batalla de las ideas. "Los intelectuales y el socialismo" es uno de los trabajos que tomaremos en cuenta para tratar de mostrar los resortes que impulsan al liberalismo a la arena pública.
El economista austriaco destaca la influencia que se genera cuando el intelectual se compromete con una creencia, las cuales son aceptadas automática y irresistiblemente en los demás. "Estos intelectuales son los órganos que la sociedad moderna ha desarrollado para la difusión del conocimiento y las ideas, y son sus convicciones y opiniones que funcionan como el filtro a través del cual todas las nuevas concepciones y opiniones deben pasar antes de que puedan llegar a las masas".
El convencimiento es clave para la propagación de las ideas en el campo social y cultural, por lo que para ello se requiere la acción de los intelectuales, quienes -de acuerdo con el economista austriaco- son "opinantes de segunda mano", por cuanto que determinan a largo plazo lo que piensa la gente. La máxima hayekiana entonces es lograr persuadir a los intelectuales con una creencia en torno a un sistema de ideas para así terminar llegando a los individuos que forman la opinión pública. La creencia, eso sí, debe tener una justificación racional. Y aquí comienza la lucha de las ideas, entre la pretensión racionalista liberal, desde John Locke, y el "socialismo científico" moderno, atribuido a Marx.
Hayek, desde el siglo XIX, le atribuye una relevancia especial -casi omnipresente- al socialismo en el dominio de las ideas: "De hecho, es necesario reconocer que en general el típico intelectual es hoy más probable que sea un socialista guiado por su buena voluntad e inteligencia, y que en el plano de la argumentación puramente intelectual generalmente será capaz de hacer un caso mejor que la mayoría de sus oponentes dentro de su clase. Si seguimos pensando que está equivocado, hay que reconocer que puede ser un error genuino que conduce a las personas bien intencionadas e inteligentes que ocupan los puestos clave en nuestra sociedad para difundir puntos de vista que a nosotros nos parecen una amenaza para nuestra civilización.Nada podría ser más importante que tratar de entender las fuentes de este error con el fin de que seamos capaces de contrarrestarlo. Sin embargo, aquellos que son generalmente considerados como los representantes del orden existente y que creen que comprenden los peligros del Socialismo están por lo general muy lejos de esa comprensión. Tienden a considerar a los intelectuales socialistas como nada más que un puñado de radicales perniciosos sin apreciar su influencia y, por su actitud hacia ellos, tienden a impulsar aún más la oposición al orden existente".
Esta sentencia constituye una de las semillas para entender el discurso del liberalismo en el arena de la discusión pública de las idea en cuanto a una visión de mundo binaria, en que -a grandes rasgos- todo lo que no quepa en el ideario liberal es socialismo. El punto es que el contexto histórico en que Hayek escribió estos ensayos efectivamente estaba marcado por la lógica de poder bipolar entre capitalismo/socialismo. Sin embargo, desde 1990, con la globalización económica, la instauración de la concepción liberal de democracia y la formación de una cultura globalizada con medios digitales, este bipolarismo ha cedido espacio a los fenómenos de fragmentación que se caracterizan por haber abierto las visiones de mundo, desde interpretaciones pluralizadas y diversificadas.
Pero para la concepción liberal, hay factores, como el desarrollo material que produce una economía abierta  y el avance científico, que generan, en un contexto democrático, la idea general de avanzar hacia la igualdad material y al cambio social. Esta es una de las advertencias que se aprecian en el diagnóstico del liberalismo respecto a la batalla de las ideas: "No es de extrañar que en sí mismo un avance real del conocimiento se convierta en ocasiones de este modo en una fuente de un error nuevo".
Según Hayek, las ideas socialistas y lo que los actuales liberales consideran sus derivaciones, han logrado sentar sus bases en los intelectuales que se desenvuelven en el mundo universitario. "Una vez que las demandas básicas de los programas liberales parecían satisfechas, los pensadores liberales se volvieron a los problemas de detalle y tendían a descuidar el desarrollo de la filosofía general del liberalismo, que, en consecuencia, dejó de ser un asunto de alcance, ofreciendo una visión para la especulación general. Así, por algo más de medio siglo han sido sólo los socialistas los que han ofrecido algo parecido a un programa explícito del desarrollo social, una imagen de la Sociedad futura a la que apuntaban, y un conjunto de principios generales para orientar decisiones sobre cuestiones particulares", apunta.
Es así como uno de los principios centrales de la acción discursiva del liberalismo es no dar por sentada la libertad en el campo social y cultural, por lo que el diagnóstico sobre lo qué ocurre en la sociedad recurrentemente considera el elemento de advertir la inconveniencia de otras ideas que se buscan instalar en los procesos económicos y políticos, las cuales -a juicio de la razón construida por el liberalismo- en la mayoría de los casos son producto de especulaciones. Esto nos lleva a otro aspecto del régimen discursivo liberal: en la lucha de las ideas, el diablo está en los detalles. Aún en la sutilezas se pueden encontrar amenazadas para la libertad, por lo que la estrategia es concentrarse en un permanente estado discursivo de alerta. De ahí aparece la recurrente advertencia sobre la presencia omnipresente del fantasma socialista, considerada como una exageración por parte de los discursos no liberales, lo que lleva a la autoidentificación liberal como un régimen discursivo entendido, en palabras de Hayek, como un "acto de coraje".
"Lo que nos falta es una utopía liberal, un programa que no parezca ni una mera defensa de las cosas como son, ni una especie diluida de Socialismo, sino un verdadero radicalismo liberal que no perdone a las susceptibilidades de los poderosos (incluido los sindicatos), que no sea muy severamente práctica, y que no se limite a lo que aparece hoy en día como políticamente posible. Ellos deben ser hombres que estén dispuestos a adherirse a los principios y luchar por su plena realización, por remota que sea. Los compromisos prácticos los deben dejar a los políticos", afirma el pensador austriaco.
Eso sí lo que Hayek apela a la imaginación, proponiendo no quedarse en el aspecto eminentemente económico como el libre comercio o en las desregulaciones, por lo que plantea que los liberales deben aprender del "éxito de los socialistas" en su voluntad de "ser utópicos", pues señala que esto es lo que atrae a los intelectuales y a la influencia en la opinión pública.
Esta recuperación "de la fe en el poder de las ideas", como un salto de voluntad es lo que Hayek llama el "renacimiento intelectual del liberalismo", especialmente de las ideas que esta doctrina desarrolló en el siglo XIX, las cuales fueron decayendo frente a las ideas colectivistas, perdiendo influencia y sentido entre la ciudadanía. Esencial en el régimen discursivo del liberalismo es no considerarse en una posición hegemónica en el mundo de las ideas, para no quedarse en una posición comunicacional estática.
El concepto de hegemonía de Antonio Gramsci es importante para la construcción de la defensa de las ideas liberales, específicamente como una categoría de análisis en la batalla de las ideas. Hayek plantea en que los liberales no han tomado en cuenta las actividades educativas de los socialistas en el campo de batalla de las ideas.
Pero, con este principio, la apologética liberal en la opinión pública también utiliza el rol gravitante que tienen las creencias, valores y emociones de las personas. Hayek atribuye que aquí es donde las ideas socialistas han fructificado eficientemente, por lo que también hace este llamado a tener que aterrizar las ideas liberales, de un modo entendible, al nivel ideológico de lo que Gramsci denomina el sentido común, para hacer circular su ideario. En su obra "La fatal arrogancia", Hayek sostiene que el constructivismo racional ha cometido el error de dejar en un lugar secundario a las normas de conductas y valores que se desarrollan espontáneamente entre los grupos sociales, las cuales quedan rezagadas por el rol abarcador de la razón que las subyuga o no las considera dentro de los diseños y organizaciones que sistemáticamente propone.
Y es aquí donde se produce una tensión interna, o la manifestación de contradicciones, al interior del liberalismo, con una corriente que insiste en entronizar a la razón, particularmente la tecnocrática, en los diseños de la sociedad por sobre las creencias y valores del orden espontáneo, a la cual se le enfrenta otra postura que se inclina por considerar la máxima de John Stuart Mills de que "un hombre con una creencia social es más poderosa que noventa y nueve con intereses".
Por lo tanto, la ofensiva comunicacional del liberalismo también debe definir estas tensiones en su armado discursivo, con el sentido que se desea dar a los destinatarios. Este punto no es menor, pues justamente las ideas liberales zucumben en la práctica, debido a que sostienen ideas que son hegemónicas desde el punto de vista de una construcción cupular, elitista, a través de políticas económicas que no encuentran una sintonía directa con la realidad de quienes quedan rezagados en el proceso de selección evolutiva que tanto le gusta mencionar al propio Hayek. Son estas lógicas de poder las que también dejan en un lugar secundario al intelectual que podría plegarse a las ideas liberales, especialmente si no son economistas, además de que precisamente la defensa de intereses, especialmente económicos, por sobre las creencias, le ha puesto una barrera a la circulación de ideas liberales.
En el propio mundo liberal también se cae en la comodidad, en un fenómeno advertido por Nietzsche debido justamente al papel preponderante del culto dogmático a la razón en occidente, durante el siglo XIX. El otro punto que pone en cuestionamiento el armado discursivo-práctico del liberalismo en el campo público son las alianzas históricas que establece con el conservadurismo, muchas veces de carácter autoritario, a la hora de elaborar programas o plataformas de alcance político. El triángulo hayekiano, donde a los liberales les conviene tener un matrimonio por conveniencia con el conservadurismo, y hasta con grupos nacionalistas (como en el caso de algunos países latinoamericanos con los nacional-libertarios), para combatir al socialismo, los a llevado a tener una posición reducida al campo económico dentro de estos programas, no pudiendo pasar de este cerco para ampliarse a otras esferas de la sociedad.
La estrategia del liberalismo, en conclusión, no debería concentrarse exclusivamente en las ideas colectivista que percibe como hegemónicas en las sociedades actuales, sino que también debería considerar los aspectos contraproducentes que genera la entronización del constructivismo racional, desdeñando la carga de creencias que históricamente persisten entre los hombres, así como además tomar en cuenta el tipo de alianzas que establecen con sectores conservadores y autoritarios, que se aprovechan justamente de las hegemonías que históricamente tienen en el orden público, pues en la práctica sus ideas también terminan siendo reducidas a un grado tal que la opinión público no puede identificar positivamente por completo, porque el estar sujeto en alianza con el conservadurismo, en la mayoría de las ocasiones, termina reduciendo las posibilidad de ofrecer alternativas novedosas a la población.

martes, 28 de enero de 2020

La economía política: nuestra teología cotidiana del orden imaginario desde Yuval Noah Harari

El concepto de orden imaginado del historiador israelí Yuval Noah Harari nos entrega una reconfirmación del enfoque interpretativo que relaciona a la economía política con la teología cotidiana, entendida no como un proceso de reflexión del ser desde su propia espiritualidad, sino como la construcción desde castas o cúpulas, de una cotidianidad desde lo religioso, la cual se expresa en una forma de ser, que -a su vez- es el resultado de un sistema de rituales enfocados a configurar un cierto comportamiento individual, de autocontrol, y relacional con los demás, desde el punto de vista normativo, que se trazan con la interacción de mensajes.
Según este pensador, el orden imaginario, en rigor no es algo objetivo, sino que se sustenta en la voluntad que tienen las creencias. Y aquí la palabra es fundamental: la capacidad humana de contar historias y convencer a la gente para que las creyera es el piedra angular de Harari, a partir de su obra "Dioses y Animales". Para arribar al orden imaginario es necesario pasar por la realidad imaginaria, la cual el autor la define como algo que la mayoría cree. 
La realidad imaginada ha permitido al hombre adaptarse a las necesidades cambiantes mediante la cooperación, la cual recurre a los mitos con distintas narraciones, las cuales adquieren mayor escala, entregando lo que la teoría moderna también conoce como la cohesión. La información entonces es la base para la construcción de lo que Harari denomina realidad imaginada, creadora de normas sociales sobre la base de la creencia en mitos compartidos, que están en grado de levantar imperios, organizaciones eclesiásticas universalizantes, y corporaciones económicas modernas.
La influencia de la escuela materialista en el autor y su enfoque biologicista lo llevan a sostener que productos del orden imaginario son la nociones de igualdad, derechos, libertad, democracia. "Creemos en un orden particular no porque sea objetivamente cierto, sino porque creer en él nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor. Los órdenes imaginarios no son conspiraciones malvadas o espejismos inútiles. Más bien, son la única manera en que un gran número de humanos pueden cooperar de forma efectiva", afirma.
Sin embargo, este tipo de construcciones no son estables, son reemplazados por otras narraciones, de acuerdo a las circunstancias que se van dando entre los hombres, por lo que el concepto harariano de orden imaginario se vuelve a vincular con los conceptos de cohesión y coerción, propios de las teorías modernas sobre el Estado. Y es que el hombre siempre cuestiona las creencias establecidas, se busca cambiar el mito articulador, lo que hace tambalear a la cohesión, por lo que surge con mayor fuerza la esfera coercitiva para la mantención del orden."Con el fin de salvaguardar un orden imaginado es obligado realizar esfuerzos continuos y tenaces, algunos de los cuales derivan en violencia y coerción. Los ejércitos, las fuerzas policiales, los tribunales y las prisiones trabajan sin cesar, obligando a la gente a actuar de acuerdo con el orden imaginado".
La cohesión también mantienen los órdenes imaginarios, con lo que al autor define como "verdaderos creyentes", dando forma a la fuerza que tiene el credo, lo cual se logra "no admitiendo nunca que el orden es imaginado". Esto lo podemos relacionar con la dicotomía apariencia/esencia: El orden existente, reforzado con un mito originario, es lo real y no caben dudas al respecto. Es lo más conveniente, lo que es capaz de entregar felicidad a la mayor cantidad de individuos, es el más apto para la supervivencia de la sociedad, pues asegura orden y estabilidad. El orden imaginario es la representación que más se acerca a la realidad en que se vive, en un proceso que se va naturalizando hasta derivar en los llamados derechos naturales.
Harari identifica tres pilares a través de las cuales el ordenamiento que organiza la vida se termina imponiendo: (i) Se incrusta en el mundo material, en los artefactos que se producen para acoplarse a las necesidades; (ii) modela los deseos, los cuales tienen nacen en un orden pre-existentes, y (iii) es intersubjetivo, compartido entre las personas, en una red de comunicación que se conecta entre los hombres.
Pero los mitos, como sistemas sostenedores de la cooperación de los hombres en torno a ciertas creencias, también son funcionales a órdenes imaginarios alternativos, por lo que el autor advierte la imposibilidad de salir de un orden imaginario.
Es así como estos constructos del orden imaginario, mediante los "mitos y ficciones" que denomina el historiador israelí, "acostumbraron a la gente, casi desde el momento del nacimiento, a pensar de manera determinada, a comportarse de acuerdo con determinados estándares, desear ciertas cosas y observar determinadas normas. Por lo tanto, crearon distintos artificiales que permitieron que millones de extraños cooperaran de manera efectiva. Esta red de instintos artificiales se llama "cultura".
A su juicio, tanto los grandes sistemas religiosos como el sistema de relaciones de poder en base a las dinámicas de dominio, cooperación e intercambios dentro del mercado, son parte de este orden imaginario. Harari define a la religión como un "sistema de normas y valores humanos que se basa en la creencia en un orden sobrehumano", lo que más adelante de su obra reafirma con la extensión de esta definición a los sistemas de ideas más reconocidos de la modernidad como el liberalismo, el comunismo, el nacionalismo y el nazismo, a los cuales cataloga como "religiones de ley natural".
"A estas creencias no les gusta que se las llame religiones, y se refieren a sí mismas como ideologías. Pero esto es solo un ejercicio semántico. Si una religión es un sistema de normas y valores que se fundamenta en la creencia de un orden sobrehumano, entonces el comunismo soviético no era menos religión que el islamismo", sostiene. Harari sostiene que el rol de la religión es darle una legitimidad sobrehumana a las frágiles estructuras que van creando los hombres, lo que "ayuda a situar al menos algunas leyes fundamentales más allá de toda contestación, con lo que aseguran la estabilidad social".
Si los valores y normas que se instalan son sobrehumanos se plantea la existencia de un bien supremo, que orienta la acción humana y, a partir de eso, se va construyendo el orden imaginario, ya sea a través de un principio supremo como el individuo y su autonomía, la libertad, la igualdad, la razón o otras bienes que son inherentes a la naturaleza humana.
Son las leyes naturales, que los sistemas de pensamiento con pretensiones de dominio han construido, con sus propios dogmas que -a su vez- estructuran sus respectivos credos, las que permiten establecer su relación con lo religioso. Las creencias son interiorizadas como un producto natural e inevitable.
Nos concentraremos en el liberalismo y su bien supremo, bajo la óptica harariana: "La creencia liberal en la naturaleza libre y sagrada de cada individuo es una herencia directa de la creencia cristiana tradicional en las almas individuales libres y eternas". Por su parte, en el socialismo, la piedra angular superior es la igualdad entre todos los humanos.
En lo que también llama el "credo capitalista", el autor señala el paso de una teoría que giraba en torno a cómo funciona la economía, para concentrarse en una ética donde circulan valores y creencias, mediante "enseñanzas acerca de cómo debe actuar la gente, cómo debe educar a sus hijos, e incluso cómo debe pensar. Su dogma principal es que el crecimiento económico es el bien supremo, o al menos un sustituto del bien supremo, porque tanto la justicia, como la libertad e incluso la felicidad dependen todas del crecimiento económico".
La economía política, con el credo del libre mercado que suministra necesidades materiales y simbólicas requiere del Estado para su avances, lo que vendría a ser la instancia de su teología política, la conductora y orientadora de la ética capitalista. Mercado y Estado, según Harari, promueven "comunidades imaginadas que contienen millones de extraños, y que se ajustan a las necesidades nacionales y comerciales". Las comunidades imaginan que se conocen entre sí, cuando en la realidad, debajo de las apariencias que esconden, "juegan un rol secundario frente a las comunidades íntimas de varias decenas de personas que se conocían unas a otras".
Para Harari, la nación es la comunidad imaginada del Estado y la segmentación de consumidores son las comunidades imaginadas del mercado. "Ambas son comunidades imaginadas, porque es imposible que todos los clientes de un mercado o que todos los miembros de una nación se conozcan unos a otros de la manera en que los aldeanos se conocían en el pasado", explica. Este principio de ordenamiento con pretensiones universalistas fue planteado anteriormente por la teocracia católica y la del islam.
El mercado promete orden y estabilidad si el Estado cumple con el rol del control para que la comunidad imaginada no se vea alterada por la emergencia de otras comunidades imaginadas alternativas, que surgen de otras creencias, las cuales caen en la categoría de la blasfemia. El capital tiene un carácter universalista y misionera, especialmente a partir de su fase de globalización. Estos son rasgos que Harari identifica en las grandes religiones monoteístas del cristianismo y el islam.
La religión como sistema de respuestas se acopla con la economía política moderna: el crecimiento equivale a una esperanza en el futuro, siempre está la posibilidad del porvenir, siendo esto una parte fundamental de la comunidad imaginada, lo cual está sujeto a la idea de alcanzar la felicidad: "Los capitalistas sostienen que solo el libre mercado puede asegurar la mayor felicidad para el mayor número de personas al crear crecimiento económico y abundancia material y al enseñar a la gente a confiar en sí misma y ser emprendedora".
Harari indica que el liberalismo "santifica los sentimientos subjetivos de los individuos", precisando que es aquí donde se confiere un carácter de autoridad para definir cómo es el mundo. "La gente que ha crecido desde la infancia a base de una dieta de eslóganes como estos es propensa a creer que la felicidad es un sentimiento subjetivo y que cada individuo es quien mejor conoce si es feliz o es desgraciado. Pero esta opinión es exclusiva del liberalismo".
Dese un punto de vista heideggeriano, el orden imaginario es el espacio en el que se ha olvidado el ser en el pensamiento occidental, en el sentido de que la sentencia griega del conócete a ti mismo, que menciona Harari, efectivamete queda subyugada por la entidad en que se ha transformado el sistema de cosas que son parte del orden imaginario, especialmente en cuanto a las necesidades concretas y simbólicas de las que somos parte en la estructura que da vida a la economía política, que vivimos como si fuera una teología cotidiana.

jueves, 9 de enero de 2020

El fenómeno de la corrección política desde Nietzsche para alejar manipulaciones parcializadas

En los últimos años tanto el conservadurismo como el autoritarismo han apuntado sus dardos contra lo que llaman la "dictadura de lo políticamente correcto", cuya definición la resumen como una práctica cultural, producida por "ideologías de izquierda", en el contexto de las influencias que advierten en la postmodernidad, lo que engloban en el término "marxismo cultural", cuyo fin es reprimir y censurar a las otras opiniones, pensamientos e instituciones que no se condicen con la visión de mundo dominante.
La crítica a la ideología de la corrección política ha sido tomada también por algunas corrientes liberales, que se concentran en advertir el riesgo que esto implica para la libre expresión, debido a que efectivamente el fenómeno se ha profundizado en las sociedades más abiertas o en desarrollo. Ello ha generado dinámicas recíprocas de acusaciones que, en algunos casos, ha permitido el surgimiento de las llamadas "espirales de silencio", en que se omite plantear algo para no incomodar a otros o a ciertos grupos que propugnan un pensamiento hegemónico o que pretende ser hegemónico.
Pero el apelativo de la dictadura de lo políticamente correcto en realidad es un arma de doble filo, pues supone encasillar bajo esta categoría a las formas históricas de expresión emancipatorias, deslegitimando y buscando minimizar su accionar e influencia en el campo cultural. También supone obviar las históricas formas de discriminación que existen en torno a las relaciones de poder que se dan en torno a clases sociales o grupos socioeconómicos, razas, religiones y género, con lo cual se imposibilita la inclusión de otras manifestaciones socioculturales que han avanzado producto de la apertura de las sociedades a causa del desarrollo económicos del último siglo, con su consiguiente efecto en los sistemas simbólicos y reales de necesidades de participación política y civil.
Desde el punto de vista de las posiciones conservadoras y autoritarias, que se valen de las advertencias que realizan ciertas corrientes liberales preocupadas por la amenaza a la libertad, la corrección política es una creación de la ideología "de izquierda", ya sea de la corrientes marxistas y aquellas que reconocen bajo la categoría del progresismo, con el objetivo de imponer sus ideas y valores en la sociedad.
Tanto para el conservadurismo como para el autoritarismo, "decir las cosas como son" es la forma en que se enfrenta la ruptura que les ha provocado en su visión de mundo la presencia de otras formas culturales de organización en la sociedad (la cultura de género, derechos gays, de los inmigrantes o de razas que históricamente han quedado rezagadas por la discriminación). Lo políticamente correcto, entonces, para estos pensamientos, es el no reconocimiento a la constante y dinámica multiplicación de las diversidades culturales que se vienen generando a partir del capitalismo industrial. "Las cosas como son", es una narrativa clave en el orden discursivo de lo políticamente incorrecto dentro de la cultura de la derecha, en que se busca instalar el principio de que existe una verdad que se opone a las manipulaciones de lo políticamente correcto.
Ello se ha profundizado en los últimos años con la emergencia de líderes "carismáticos", cuyo mensaje se centra en la crítica a la corrección política de la izquierda, lo cual también implica una manera de lidiar con la incertidumbre y el miedo cuando se procesa la información social provenientes de grupos que piden ser incluidos en la sociedad a través de la corrección política y sus herramientas, como la virulencia discursiva y la  denuncia pública, con sus respectivos repudios a quienes se dirige.
En el perfil de los seguidores de las doctrinas conservadoras y autoritarias, que requieren de una figura mesiánica con carisma, existe una necesidad psicológica de obtener mayor seguridad y certidumbre con un discurso “sincero y fuerte”, que no admita ambigüedades para resistirse a los cambios culturales y así persistir en la idea de manejar la incertidumbre, obteniendo un mayor control y su correspondiente tendencia a la mantención del orden de cosas.
Con estos breves antecedentes nos enfocaremos en el pensamiento de Nietzsche para acercarse a una interpretación de lo políticamente correcto, con el propósito de aclarar que este fenómeno no es un monopolio de las categorías culturales y políticas convencionales representadas en el binomio derecha-izquierda., pues este fenómeno oscila entre ambas, especialmente en sus posiciones más extremistas, donde aumenta el grado de acusaciones mutuas.
Dos caras de la misma moneda nos entrega la lectura del pensamiento nietzscheano. Una de ellas se relaciona con la posición que tiene la visión conservadora-autoritaria -y también de ciertas corrientes liberales-, desde donde se sostiene que la corrección política de la izquierda es movida por el resentimiento y la envidia, algo muy en línea con lo que plantea el filósofo alemán con la "moral de esclavos" que -según él- ha dejado el cristianismo en occidente, en que todo lo fuerte, lo noble, lo aristocrático es atacado por los débiles, por lo bajo, lo fracasado, desde donde se aspira un lugar dominante.
Este tipo de lectura también recurre a Nietzsche, en lo que respecta a su crítica al democratismo, que busca imponer lo políticamente correcto a partir de la moral del miedo que proviene del rebaño o del colectivismo nivelador. Aquí entra a jugar un rol la asignación moral bueno-malo, de acuerdo al interés de quien buscar establecer la corrección política.
En su obra El Anticristo, el filósofo alemán afirma que el cristianismo es una gran fuente niveladora hacia abajo, muy en línea con lo que en estos tiempos plantean los detractores de las ideas socialistas. Esta dinámica es la que se asociaría con el principio de la corrección política desde el punto un vista del status quo, al cual se adhiere el conservadurismo, y al cual siguen ciertas vertientes liberales: "El veneno de la doctrina de la igualdad de derechos para todos fue vertido y difundido por el cristianismo; partiendo de los rincones más ocultos de los malos instintos, ha movido una guerra moral a todo sentimiento de respeto y de distancia entre hombre y hombre, es decir, a la premisa de toda elevación, de todo aumento de cultura; del rencor de las masas hizo su arma principal contra nosotros, contra todo lo que es noble, alegre, generoso, en la tierra, contra nuestra felicidad en la tierra".
La esencia de la crítica hacia la nivelación en Nietzsche es una crítica al espíritu democrático que ha traído la modernidad, lo que va también en línea con la concepción de mundo del tradicionalismo autoritario y del liberalismo que busca defender a toda costa al individuo, por sobre "todos los deseos gregarios". De todos modos, aclaremos que el filósofo alemán no defiende las ideas liberales, sino que también las critica por producir un tipo de hombre dado a la comodidad. Es más, plantea que los espíritus opuestos a los niveladores tampoco son lo que las ideas modernas denominan como "libre pensadores", pues rehuyen a toda clasificación.
La crítica nietzscheana no obedece a una política de dominación que se pueda relacionar con la visión del mundo de las ideologías que se encaja en la izquierda o en la derecha. Por lo tanto, no cae en el tipo de disputa de estas visiones en el campo cultural, en la cual se ubica lo que se denomina como la "dictadura de lo políticamente correcto". No hay una intención de Nietzsche de defender al conservadurismo o al liberalismo, por lo que difícilmente esta posición política-ideológica difícilmente podría usar una argumentación basada en la filosofía nietzscheana para critica lo políticamente correcto que acusa en sus adversarios de izquierda que buscan contrarrestar lo que el mismo conservadurismo ha instalado con antelación.
Un ejemplo de este distanciamiento de Nietzsche con el ideal conservador, liberal y socialista, los cuales se enfrascan en la discusión en torno a lo políticamente correcto, se entrega en el aforismo 377 de la Gaya Ciencia, cuando ataca a la comodidad que se desenvuelve bajo la razón moderna, donde se da cobijo a un lugar en común para el hombre, quien ha sido subjetivizado los principios de seguridad, estabilidad y certeza establecidos por la razón moderna, en que no admite mayores cuestionamientos a otras formas de racionalidades:
"Entre los europeos de hoy no faltan aquellos que tienen derecho a llamarse a sí mismos, en un sentido relevante y honorable, los sin patria —¡a ellos encomiendo expresa y cordialmente mi secreta sabiduría y gaya scienzal Pues su suerte es dura, su esperanza incierta, es una obra de arte inventar un consuelo para ellos— ¡pero de qué sirve! Nosotros los hijos del futuro, ¡cómo seríamos capaces de estar en este hoy como en nuestra casa! Nos desagradan todos los ideales ante los que alguien todavía podría sentirse como en su casa, incluso en este tiempo de transición frágil y hecho trizas; en lo que concierne a sus «realidades», no creemos que sean duraderas. El hielo que aún hoy nos sostiene ya se ha vuelto muy delgado: sopla el viento del deshielo; nosotros mismos, los sin patria, somos algo que resquebraja el hielo y otras «realidades» demasiado tenues... No «conservamos» nada, tampoco queremos regresar a ningún pasado, no somos de ninguna manera «liberales», no trabajamos por el «progreso», no requerimos taponar en primer término nuestros oídos frente al canto del futuro de las sirenas del mercado  lo que ellas cantan, .«iguales derechos», «sociedad libre», «no más señores y no más esclavos», ¡no nos seduce!; no consideramos en absoluto como deseable que se funde sobre la tierra el reino de la justicia y la concordia (puesto que bajo todas las circunstancias se convertiría en el reino de la más profunda mediocridad niveladora y chinería), nos alegramos con todos aquellos que, como nosotros, aman el peligro, la guerra, la aventura, que no se dejan indemnizar, atrapar, reconciliar, castrar; nosotros mismos nos contamos entre los conquistadores, reflexionamos acerca de la necesidad de nuevos órdenes, así como de una nueva esclavitud —pues a cada fortalecimiento y elevación del tipo «hombre» corresponde también una nueva forma de esclavizar —¿no es verdad? ¿No hemos de sentirnos por todo esto difícilmente como en nuestra casa, en una época que ama considerar como su honor que se la llame la época más humana, más benigna, más justa que hasta ahora se ha visto bajo el sol? ¡Ya es bastante malo que precisamente ante estas bellas palabras tengamos segundos pensamientos todavía más espantosos! ¡Que sólo veamos allí la expresión —también la mascarada— del profundo debilitamiento, del cansancio, de la vejez, de la fuerza declinante! ¡Qué pueden importarnos los oropeles con que un enfermo engalana su debilidad? Aunque él pueda exhibirla como su virtud —¡no cabe ninguna duda de que la debilidad vuelve apacible, ah, tan apacible, tan justo, tan inofensivo, tan «humano»!".
Lo que apreciamos entonces es la dificultad de acotar al pensamiento de Nietzsche en una posición ideológica-política para atacar a otra, sobre todo si estas pertenecen a la tradición heredada desde la ilustración, que es -junto con Platón y el cristianismo- uno de los principales centros de la crítica del filósofo alemán.Por ejemplo, difícilmente el liberalismo que tiene de referencia a Kant podría tratar de encontrar a un "Nietzsche liberal", cuando este considera que Kant en la decadencia en términos filosóficos, como lo sostiene en su obra "La genealogía de la moral".
Entre las cosas que los espíritus libres deben superar, según Nietzsche está el mundo de apariencias construidos en la cultura occidental, mediante las costumbres que se han convencionalizado a partir de la religión. La desvalorización de estas tradiciones choca justamente contra la concepción de mundo que tienen los grupos conservadores, cuyas biografías se estructuran y acumulan en base a recuerdos familiares, donde conviven ideas y valores que mezclan fariseísmo religioso (las buenas apariencias ante la sociedad); ritualismo socioculturales: la sobriedad, el recatamiento, la austeridad, integralismo moral en los afectos y la sexualidad, y una relativa concepción social de piedad. El grueso de estos valores son el producto del convencionalismo institucional levantado por el catolicismo en occidente, al que adhieren estos grupos conservadores, especialmente en América Latina, desde donde precisamente en la actualidad ha tomado fuerza el discurso que ataca al fenómeno de la corrección política que advierten en la cultura de izquierda.
El cuestionamiento que surge entonces es cómo es posible entonces que estos grupos, que históricamente han construido sus propios fetiches morales identitarios entre sí, en base al conocimiento dogmático de la tradición católica, puedan criticar lo políticamente correcto, en circunstancias de que ellos mismos han establecido con antelación otro pensamiento políticamente correcto, que han logrado imponer en las sociedades donde actúan.
La visión de mundo conservadora-autoritaria busca combatir a la corrección política que propugnan otros grupos, pues representan una ruptura con la construcción predominante de lo políticamente correcta que los mismos conservadores han levantado, a través del autoritarismo que se realiza con la institucionalidad, expresada con la fuerza de la Ley que otorga el orden público y social que sostiene el aparato estatal.
Lo políticamente correcto se configura con la sujeción a una moral establecida (lo que siempre combatió Nietzsche), que se centra en los conceptos de pureza y bondad que son funcionales al mantenimiento de un modelo de sociedad pre-establecido, el cual requiere la aplicación de dosis focalizadas de autoritarismo político para no dar espacio a otras expresiones. Todo esto supone la mediatización de un supuesto orden simbólico restaurador y fariseo, en que todo se ve “limpio” en la superficie, escondiendo bajo la alfombra a otras expresiones socios-identitarias, las cuales son invisibilizadas.
Lo políticamente correcto es una construcción de imposiciones de usos y costumbres en el campo cultural, donde el lenguaje juega un rol primordial. Opera dinámicamente, es siempre móvil, circulando constantemente entre las relaciones de poder, compartiendo con este último concepto la característica foucaultiana de que el poder está constituido de estrategias que no se detienen en puntos fijos. 
La identificación de la corrección política no se puede aplicar en un bloque ideológico-político determinado, sino que es necesario aceptar el principio oscilatorio que tiene este fenómeno en las relaciones de poder. De todos modos, lo políticamente correcto, marca un camino hacia formas totalitarias, sea de derecha o izquierda. El que sea usado por ambos espectros refleja también su sujeción a esa gaya ciencia, o sea a esa razón occidental y convencionalizada, ese conocimiento que esconde aspiraciones moralizantes a conveniencia, y que termina cercenando a la libertad de cada uno.

jueves, 2 de enero de 2020

La cuarta teoría política de Alexander Dugin: un arma de doble filo

La Cuarta Teoría Política del ruso Alexander Dugin es una obra de doble filo. Por un lado realiza un diagnóstico acerca del agotamiento que han sufrido las tres principales doctrinas nacidas al alero de la ilustración moderna: el liberalismo, el comunismo y el fascismo, las cuales -a su juicio- comparten el tronco común de ser ideologías que buscan instalar una razón universalista que ha terminado por limitar la libertad interior de los hombre.
Hasta aquí surge como una alternativa a las ideas hegemónicas de los últimos 170 años, pero, por otro lado, entraña el riesgo de sostener una teoría de la acción política marcada por el autoritarismo, el conservadurismo tradicionalista, además de un ideario nacionalista que ha sido recogido especialmente por parte de los sectores de extrema derecha europeos y a grupos autoritarios de izquierda con tendencias nacionalistas, a quienes les abre la puerta para buscar alianzas con plataformas populistas que se planteen como una opción contra el liberalismo, comunismo y fascismo, así como las formas sintéticas que nacen de estas tres vertientes. En la primera de estas tres doctrinas se concentra el ejercicio crítico de Dugin, entregando aportes en la materia, a través del repaso de la herencia de Nietzsche, Heidegger y las concepciones anti edípicas de Deleuse y Guattari, entre otras corrientes.
Al liberalismo Dugin lo ubica como la teoría política más exacta de la naturaleza de la modernidad, calificando a la postmodernidad como la "lógica ulterior" de esta. Es así como el objetivo central de la obra es describir la justificación de lo que llama "la cuarta teoría política", la cual plantea no seguir los debates del liberalismo en torno al socialismo, comunismo y nacionalsocialismo, a los que cataloga como "subproductos" de la modernidad, sino que apunta una opción "radical", con sus propios fundamentos ontológicos, antropológicos, cosmológicos, gnoseológicos, epistemológicos y económicos.
Uno de los principales sostenes concepttuales de Dugin es el dasein heideggeriano, al que entiende como el sujeto de la Cuarta Teoría Política, explicándolo como "la naturaleza del hombre como especie, en el estado primario, que antecede a todas las superestructuras filosóficas, políticas, sociales e ideológicas". Pero el proceso de la modernidad, para él, terminó por degenerar el dasein, lo que el autor asocia como una alienación, una reflexión deformada: "El individuo, la clase, y el Estado son conceptos quiméricos de un ser perdido, abandonado por la existencia".
Su propuesta es rescatar lo que llama las tradiciones culturales concretas para liberarse de la sujeción de las doctrinas universalistas y del proceso uniformalizador de la globalización, como -por ejemplo- los patrones de consumo y prácticas de organización política. Y así se vuelve a la interacción de las tres principales ideologías nacidas del proceso moderno: El liberalismo (la primera teoría política); el comunismo y sus derivaciones socialistas (la segunda teoría política) y el fascismo (la tercer teoría política con sus derivaciones autoritarias y populistas).
El autor reconoce al liberalismo como el vencedor, puesto que señala que este logró traspasar el límite de la dimensión política para pasar a ser una doctrina con pretensiones de inevitabilidad, a través de posiciones dogmáticas en torno a la aspiración tecnócrata del manejo económico. Señala que el principio autorreferente del fin de la historia es apropiado por el economicismo post liberal. No hay problema que no pueda ser solucionado bajo esta óptica, por lo que las demás formas de conocimiento de aplicación en la gestión de las políticas públicas y sociales son descartadas por un tipo de pensamiento unívoco.
"Cuando el liberalismo se convierte de una estructura ideológica en el único contenido de la existencia social y tecnológica presente, ya no es una "ideología", es un hecho existencial, es el orden "objetivo" de las cosas, que no es sólo difícil sino absurdo confrontar. El liberalismo en la era posmoderna pasó de la esfera del sujeto para la esfera del objeto. Esto conducirá a la sustitución completa de la realidad por la virtualidad", precisa Dugin.
Esto es lo que lleva a la Cuarta Teoría Política a centrar sus críticas al liberalismo, que reconocer como el productor del post liberalismo, que se levanta sobre la base de un rechazo a las categorías de la post modernidad, la sociedad post industrial y del proceso de globalización. Considera que este ideario debe ser "derrotado y destruido y el individuo debe ser tirado de su pedestal", planteando la necesidad de despojarle la libertad al liberalismo, para abrirla de las restricciones que le impuso la misma doctrina liberal moderna.
"La Cuarta Teoría Política debe ser la teoría de la libertad absoluta, pero no como el marxismo en el que coincide con la necesidad absoluta (esta correlación niega la libertad en su propia esencia). No, la libertad puede ser de cualquier tipo, libre de cualquier correlación o de falta de ella, hacia cualquier dirección y cualquier objetivo", precisa.
Plantea que esta clase de libertad debe ir más allá de los límites del individuo, que sea multidimensional, desde el estar en el mundo de cada uno, pasando por cualquier forma de subjetividad, hasta la cultura, reconociendo con esto que la libertad "siempre está llena de caos, pero también está abierta a las oportunidades". La libertad se abre más allá de la razón moderna, dando también espacio a nuevas propuestas ontológicas, que Dugin plantea desde el Dasein de Heidegger, a partir de lo cual también propone una nueva antropología política.
La verdadera libertad para Dugin supera los límites de la individualidad del liberalismo moderno, la cual se deposita en el dasein heideggeriano, cuyo significado de autenticidad se fue diluyendo a causa de las ideologías nacidas de la ilustración (liberalismo, comunismo, fascismo): "La libertad del dasein se encuentra en la aplicación de la oportunidad de ser auténtico, es decir la realización del Sein más que del da". El Dasein, por lo tanto es el sujeto de la Cuarta Teoría Política y no el individuo como lo es en el liberalismo, la clase social (comunismo), ni la raza (nacionalsocialismo-fascismo).
Luego, el autor pasa a la crítica de los procesos monotónicos, que identifica en las tres ideologías pilares, basados en el concepto del evolucionismo moderno y su idea de progreso. En el liberalismo, a partir de H. Spencer, sostiene que el evolucionismo reafirma la oportunidad que tienen los fuertes para que su poder sobre los más débiles sea más eficiente. La misma raíz evolucionista de progreso, en base a la ciencia, es tomada por los seguidores del socialismo científico de Marx, mientras que el nacionalsocialismo alemán lo incluyó en el principio racial.
"Las tres ideologías se originan de la misma tendencia: las ideas de crecimiento, desarrollo, progreso, evolución y de la mejora constante y acumulativa de la sociedad. Todas ellas ven el mundo y el proceso histórico como formando parte de un crecimiento lineal. Ellas difieren en su interpretación de este proceso y atribuyen significados diferentes a él, pero todas aceptan la irreversabilidad de la historia y su carácter progresivo", acota Dugin.
Las tres prometen modernización en una sola dirección, desdeñando las síntesis entre sí. Sus principios de crecimiento, desarrollo y progreso tienden a reducirse a ciertos indicadores específicos. El proceso monotónico no acepta desviaciones de la visión lineal y unidimensional que está dentro de estas ideologías, ante lo cual Dugin plantea una lectura vitalista nietzscheana: "En lugar de las ideas del proceso monotónico, progreso y modernización, nosotros debemos apoyar otras consignas dirigidas hacia la vida, la repetición, la preservación de lo que es de valor y al cambio de lo que debe ser cambiado".
En esta visión vitalista señala que hay vida debajo de lo que han sepultado los conceptos de las doctrinas tributarias del cientificismo del siglo XIX, especialmente del liberalismo y el marxismo, planteando que es posible entender y aplicar una complementación cíclica entre lo apolíneo y lo dionisíaco, como una manera de entender las contradicciones que genera la concepción moderna del progreso. "La mitad del ciclo la constituye la modernización, mientras que la otra mitad decadencia; cuando una mitad emerge, la otra se hunde", acota Dugin.
La relación entre conservadurismo y postmodernidad también es abordada por Dugin, reconociendo tres tipos de conservadurismo, los cuales se construyen en los tiempos históricos de diferentes maneras: el tradicionalismo, el fundamentalismo y el liberal. Este último, a diferencia de los dos primeros, acepta las tendencias de la modernidad, pero poniendo frenos a las formas de libertad que buscan escapar del orden moderno, por lo que Dugin profundiza su crítica al liberalismo, afirmando que el pensamiento conservador liberal se sostiene más por la evolución, en vez de las liberaciones que no están sujetas a los moldes de la razón moderna.
"Mirando el rizoma de Deleuze, ellos (los conservadores liberales) manifiestamente se sienten fuera de su elemento. Además, tienen miedo de que el desmantelamiento acelerado de la modernidad, que se desenvuelve en la postmodernidad, termine por liberar la pre-modernidad", afirma.
Surgen así los discursos enfocados en la eterna vigilancia, advertencia y alerta en torno a la venida del socialismo-comunismo. "Extrapolando falsos temores, el anti-comunismo contemporáneo creó quimeras, espectros e imágenes a escala aún más grande que el antifascismo contemporáneo. El comunismo ya no existe -así como el fascismo- en su lugar queda una imitación de baja calidad, un inofensivo Che Guevara haciendo la publicidad de teléfonos móviles o adornando camisetas de la juventud pequeño burguesa ociosa y acomodada", dice el autor, añadiendo que el conservadurismo liberal no está dispuesto a aceptar estas ironías, puesto que "teme la relación del logos en la postmodernidad, incierto de que el enemigo haya sido completamente derrotado. Sueña que el cadáver postrado todavía se mueve, por lo que no recomienda acercarse demasiado o burlarse de él, sintiendo que esto es como coquetear con el peligro".
La hegemonía alcanzada por el liberalismo con la unipolaridad y la globalización es otro eje crítico de Dugin:
"El contenido del liberalismo cambia, pasando del nivel de la expresión para el nivel del discurso. El liberalismo se convierte no en el liberalismo propiamente dicho, pero en una sub-audición, un acuerdo tácito, un consenso".
Sin embargo, en esta derivación hegemónica que aprecia en torno al liberalismo y al post-liberalismo, es una de las justificaciones que Dugin encuentra para levantar una visión geopolítica que supere al liberalismo, utilizando aspectos positivos como la libertad en cada individuo respecto consigo mismo. El problema es que Dugien cae en un maximalismo, afirmando que esta doctrina "es el mal absoluto", una "fórmula repugnante de esclavitud", y otros epítetos, por lo que -a su juicio- debe ser rechazado.
El peligro es que, a partir de la crítica al proceso monotónico del liberalismo, se sostenga el principio de la importancia de la vida por sobre el crecimiento sobre la base de "la ideología del conservadurismo y la conservación", como afirma Dugin, pese a que aclara que no se trata de un convencionalismo entendido en el sentido convencional.
Esto es lo que le ha gustado a los grupos de extrema derecha, que ven un salvavidas en los postulados de la Cuarta Teoría Política, especialmente a partir del postulado duginiano de revertir el tiempo y darle espacio a conceptos como construcciones teológicas o de castas, propias de las tradiciones dejadas de lado por la modernidad, con el propósito de preservar la existencia que se ve amenazada por los procesos de la post modernidad y los límites según Dugin- que impone a los individuos.
Por más que Dugin sostenga que este teoría supone la existencia de diferentes futuros en diferentes sociedades con diferentes historias, entendida como una ruptura radical con la puesta de vida en común de la globalización, que es parte de su propuesta de una ontología del futuro, lo cierto es que la llamada "cuarta práctica política" conduce a un camino abstracto, que no considera límites entre idea y realización, en lo que denomina "pensamiento puro", que se relaciona directamente con el mundo sobrenatural, por lo que también queda sujeta al arbitrio de los valores de los hombres, cayendo en el mismo riesgo que aprecia en su crítica a las ideologías nacidas de la ilustración.
Se entiende el salto que quiere dar Dugin con esta propuesta ontológica, la cual se vale, como él mismo dice, de una lucha soterológica y escatológica (mesianismo), pero que posteriormente mezcla con la idea de que el hombre deba abandonarse a la demencia respecto al saber creado en el contexto de la modernidad y post-modernidad, lo cual sigue siendo demasiado abierto para el mismo hombre, específicamente en cuanto a cómo aceptamos y afirmamos las diferencias que tenemos entre nosotros, sin caer en la dominación, con las categorías de bueno-malo; superior-inferior; conveniente-inconveniente, etc.