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martes, 30 de enero de 2018

Los tipos ideales de la vida de consumo identificados por Zygmunt Bauman

El consumo se ha transformado en un factor desequilibrante a la hora de analizar la sociedad de los últimos 150 años. Catalogado como un dispositivo discursivo que encierra una serie de normas y prácticas en torno a la dicotomía inclusión y exclusión, el consumo ha pasado desde el campo de la producción y del trabajo a una esfera más amplia en que se conjugan las subjetividades y la búsqueda y configuración de la identidad.
El sujeto consumidor, dentro del cual también se ubican categorías como la del ciudadano crediticio, ha sido capaz de romper los esquemas de clases sociales, disgregándose en torno a otros elementos más relacionados con elementos para construir una propia ontología que se adapta a las necesidades de integración y diferenciación del individuo a la hora de establecer relaciones intersubjetivas.
Para entender más a fondo este tema escogimos la propuesta de Zygmunt Bauman en su libro Vida de Consumo, donde en primer término reconoce un traspaso de la sociedad de producción a una sociedad de consumo, el cual el consumidor es encasillado en las antípodas: en un extremo se considera a los consumidores como sujetos pasivos que son manipulados por una industria cultural, desplegada en la pluralidad, mientras que por el otro lado se lo ubica como un sujeto racional, con plena autonomía, que tiene el poder para auto afirmarse, sobre una voluntad que puede cambiar la naturaleza de las cosas mediante la innovación y la empresarialidad.
La sociedad de consumidores no supone una absoluta separación entre sujetos y objetos, sino que plantea una imbricación, en que el sujeto se convierte en un producto y viceversa."La subjetividad de 'sujeto', o sea su carácter de tal y todo aquello que esa subjetividad le permite lograr, está abocada plenamente a la interminable tarea de ser y seguir siendo un artículo vendible", señala el sociólogo  y filósofo polaco.
Un punto fundamental es el traspaso que plantea Bauman desde el fetichismo de la mercancía, propio de la sociedad de productores, al fetichismo de la subjetividad que es el rasgo de la sociedad de consumidores, la cual está formada por las elecciones de consumo del sujeto, detrás de lo cual se ubica "una idealización de las huellas materiales -cosificadas- de sus elecciones a la hora de consumir".
Los productos tienen una credibilidad y son capaces de entregar un valioso antecedente epistemológico y práctico para identificar la subjetividad fetichista, que se basa en el principio del "compro, luego existo".
"En la sociedad de consumidores, la dualidad sujeto-objeto suele quedar subsumida en la de consumidor y mercancía. En las relaciones humanas, por tanto, la soberanía del sujeto es reconfigurada y presentada como resistencia del objeto, resultado de su rudimentaria, incompleta y reprimida experiencia soberana, se presenta ante nuestro sentidos como la prueba de un producto fallido, inútil o defectuoso, como prueba, en definitiva, de nuestra mala elección de consumo", sostiene Bauman.
En esta obra de desprende el uso de las categoría weberiana de los tipos ideales para hacer comprensible las vivencias en torno al consumo, dando un sentido a la imagen de sociedad. De este modo Bauman señala los tipos ideales del consumismo, la sociedad de consumidores y la cultura consumista.
En la primera categoría se identifica un tipo de acuerdo social que nace de la reconversión de los deseos como el principal motor de impulsos y operaciones de la sociedad. El consumismo lo define como la fuerza soberana que coordina la reproducción sistémica, la integración social, a estratificación social y la formación individual. Dicha fuerza contribuye a la autoidentificación y a la consecución de políticas de vida de la vida individual.
El trabajo ya no tiene el papel conector del individuo con la sociedad, sino que es el consumo, como un elemento de la fase líquida de la modernidad, que renegocia el significado del tiempo, puesto que se constituye de instantes eternos enmarcados en el consumo, como eventos, incidentes, aventuras y episodios, los cuales nacen y mueren en torno a la elección de consumidor. De ahí que -por ejemplo- sea la experiencia un elemento clave que forma parte del fetichismo de la subjetividad.
Los instantes eternos del consumo también implican un rápida eliminación de lo que es apropiado, creando una industria del residuo que viene a significar una confianza en el exceso y en los desechos del consumo. "Para mantener la economía consumista en marcha, el ritmo de acumulación de la ya enorme cantidad de novedades está obligado a superar la marca de todas las mediciones de demanda previa", explica Bauman.
El consumismo no es un síntoma de felicidad, al promover la desafección, socavar la confianza y profundizar la inseguridad del individuo consigo mismo y en relación al otro, siendo el miedo que satura la vida líquida de la modernidad que recoge Bauman. Por eso este tipo ideal, como herramienta de análisis de la realidad social se concentra en la irracionalidad de los consumidores, despertando una emoción consumista. Además de pertenecer a los bordes de una economía de exceso y de desechos, el consumismo se relaciona con la economía de engaños pues mantiene los esquemas que manejan la tensión entre grupos sociales, teniendo la capacidad de absorber los disensos al interior de la sociedad; recicla el conflicto -potencial y efectivo para la propia reproducción del consumo y su fortalecimiento. Es, como plantean otros autores, la autopoiesis del capitalismo.
"La sociedad de consumidores extrae su vigor y su impulso de la desafección que ella misma produce de manera experta", dice Bauman. Ello se refleja en las prácticas de marketing de ciertas empresas que plantean por un instante un discurso contestatario frente a lo establecido o crítico para obtener una identificación con los consumidores. Bajo esta fórmula también se instalan conceptos como comercio justo y consumo responsable.
Esta capacidad de la economía del engaño, según Bauman, se define como "silenciamiento silente", en que se absorbe al sujeto consumidor para cortar el disenso y la protesta, entregando un mensaje para el impulso consumista en torno a la permanente disponibilidad de nuevos comienzos y resurrecciones; se reconstruye constantemente a través de "kits de identidad", que se relacionan con algo nuevo bajo el sol, dando lugar a "utopías privatizadas".
El segundo tipo ideal baumaniano es la sociedad de consumidores, en que el consumismo como cultura interpela a los miembros de una sociedad, otorgándoles lugares asignados a través del péndulo que oscila entre la excelencia y la ineptitud. Esto significa que el consumo es el encargado de ubicar las categorías de inclusión/ exclusión. La cultura del consumismo desaprueba las opciones culturales alternativas, empujando afuera de la competencia consumista a quienes no se insertan en sus dinámicas culturales.
En una sociedad de consumidores sus miembros pasan a ser bienes del mismo consumo, siguiendo el mismo comportamiento que los objetos de consumo, siendo equivalentes a una garantía de buena fe.
"El verdadero poseedor de poder soberano en la sociedad de consumidores es el mercado de bienes y servicios. Es allí, en la plaza de compraventa del mercado, donde se realiza la tarea cotidiana de seleccionar y separar a los condenados, a los de adentro, de los de afuera, a los propios de los ajenos, a los excluidos de los incluidos o, para ser más precisos, a los consumidores hechos y derechos, de los fallados", afirma Bauman.
Esto incide en que la soberanía del mercado se imponga sobre la esfera política de la deliberación, pues este es el que dicta los veredictos de exclusión, los cuales se realizan de manera informal. Puestas así las cosas la libertad de elegir se convierte en una obligación de elegir.
El tercer tipo ideal es la cultura consumista. Aquí el sentimiento de pertenencia se construye identificando las aspiraciones individuales, lo que otorga un sentido de autoidentificación, a partir del cual se produce un acto de admisión a este tipo de cultura, entregando certeza de seguridad, de reconocimiento, de aprobación y, por ende, de inclusión. Esta es la promesa de valor de mercado.
La cultura consumista niega la demora de la gratificación; todo debe ser inmediato, instantáneo, como muchos de los productos a los que se accede. Así se abrevia la expectativa del deseo, abriendo la puerta al síndrome consumista que se caracteriza por la velocidad, el exceso y el desperdicio. Mientras más veloz sea la circulación de las cosas, más perfectas serán.
El tipo de prácticas resultante tiende a desmantelar los sistemas normativos-regulatorios, a los cuales se les achaca una mayor carga burocrática de la que poseen para así realzar la idea de la instantaneidad del acceso al consumo. La cultura consumista entonces se centra en la responsabilidad individual y en la satisfacción de los deseos del yo, con lo que la autosatisfacción está dada por las preocupaciones de corto plazo que se mantienen en una constante reproducción, intensificando la acción, además de aumentar la potencia terapéutica que tiene el consumo.
Según Bauman con estas dinámicas surgen nuevos tipos de controles. "La coerción ha sido ampliamente reemplazada por la estimulación: los patrones de conducta obligatorios, por la seducción; la vigilancia de comportamientos, por las relaciones públicas y la publicidad, y la regulación normativa, por el surgimiento de nuevos deseos y necesidades".
Es tan acelerada la vorágine de la cultura consumista que su justificación vital es el permanente movimiento, en que se evita la satisfacción duradera, puesto -de acuerdo al análisis de Bauman- un consumidor satisfecho es una amenaza; las necesidades no deben tener fin, lo que supone la insaciabilidad de productos.
La organización de este tipo de cultura también plantea la presión permanente de ser alguien más a través del consumo, lo qu a su vez implica un cambio constante de las singularidades, como señala Bauman: "en el corazón de la obsesión consumista por la manipulación de identidades anida el sueño de hacer que la incertidumbre sea menos amenazante y la felicidad más completa sin mayores sacrificios ni esfuerzos agotadores en el día a día, utilizando simplemente la posibilidad del intercambio de egos".
El consumo de redes sociales, donde la vida del individuo y sus consumos, ya sea de productos, servicios y experiencias, se pone en vitrina ejemplifica este espacio de intercambio de egos, en una masiva plaza pública donde se pueden apreciar la vida humana en su expresión de bien de cambio, con lo que se reformulan las dimensiones de la vida social, lo que no sólo incide en/ desde las redes sociales virtualizadas.
La subjetividad se transforma en un producto de compra-venta, en que todo y todos son evaluados por ese valor de cambio, mientras quienes no lo posean son excluidos al transgredir la norma de competencia del consumidor, pasando a ser consumidores fallados. Esto sería entendido como los daños colaterales de la cultura consumista, desde la perspectiva de Bauman.
"Para convertirse en consumidor es necesario un nivel de constante vigilancia y de esfuerzo que apenas deja tiempo para las actividades requeridas para ser un ciudadano", indica el filósofo polaco, dando a entender que de esta forma la cultura consumista excede la capacidad de comprensión, imaginación y resistencia emocional, transcendiendo los límites de la responsabilidad.
Como vemos el reconocimiento e interacción de estos tres tipos ideales mencionados por Bauman otorgan coordenadas conceptuales para explicar los múltiples fenómenos que se dan en torno al consumo, focalizándolo en el complejo campo de las subjetividades y sus implicancias, lo que supone un objeto de estudio mucho más amplio respecto a otras propuestas que centran el consumo en el dinero, como un intento de dar explicaciones a la formación de los nuevos escenarios políticos que dominan a las sociedades actuales.

martes, 16 de enero de 2018

La prevalencia del sentimiento moral sobre el cálculo racional en las relaciones sociales en David Hume

La investigación sobre los principios de la moral es una de las principales obras de David Hume, donde se entregan varias luces respecto al permanente debate de la modernidad (y postmodernidad) entre la forma de entender los alcances de la justicia en la sociedad, especialmente por parte del liberalismo económico que se plantea como punto de partida de análisis de la sociedad, donde las relaciones entre los individuos se da exclusivamente a partir de un cálculo racional sujeto a intereses egoístas, de los cuales forzosamente se impone otro tipo de moral.
Y es que, para Hume, lo que conocemos como justicia forma parte del interés común que se construyen a partir de los sentimientos morales de la benevolencia, los que -a su vez- se relacionan con lo que entienden los hombres como "lo útil".
En los ensayos que componen este trabajo Hume comienza señalando que uno de los principios de la moral supone una construcción y no un hecho natural, espontáneo, donde lo que cada uno de nosotros entiende como virtudes y vicios permite la aparición de hábitos y costumbres. Esto nos lleva a identificar lo que son los vicios y virtudes con valoraciones como positivas, buenas, útiles, aceptadas y válidas,  y viceversa. Aquí el entendimiento surge como un aspecto clave para la constitución de estas distinciones.
"La hipótesis que abrazamos es sencila. Mantiene que la moralidad se determina por el sentimiento. Define la virtud como cualquier acción o cualidad mental que produce en el espectador el agradable sentimiento de aprobación; y al vicio como lo contrario", dice Hume.
Esta distinción es fundamental para Hume, puesto que sin ella no se puede entender cómo opera la moral desde un punto de vista concreto. "Extínganse todos los cálidos sentimientos y predisposiciones a favor de la virtud y todo rechazo o aversión al vicio; vuélvase a los hombres totalmente indiferentes hacia estas distinciones, y la moral dejará de ser un estudio con implicancias prácticas y no tenderá a regular nuestras vidas y acciones".
Es en este contexto donde la utilidad pública es un campo fundamental para el desenvolvimiento de la moral, particularmente en los intereses que tienen los hombres en relación con otros. Para Hume el bien, y el mal moral, se puede reajustar a partir de la experiencia, por lo que esta interpretación abre espacio a ver la moral como un tipo de conocimiento que está sujeto a un devenir que opera en función de las circunstancias en que se encuentran los hombres, más que a tradiciones o tesis naturalistas que se centran en la automaticidad de los fenómenos, dejando de lado a los sentidos que dan forma a la experiencia.
De la obra de Hume se infiere una constante reformulación de los sentimientos morales, que se expresa en la presentación de hechos que antes eran considerados loables, pero que después de un tiempo determinado son considerados condenables, o viceversa. Esto ocurre en torno a las prácticas políticas, socioculturales y valóricas, presentándose como una constante universal en la discusión de toda sociedad.
La importancia de considerar la evolución de cada sociedad a través del tiempo es una coordenada que se infiere del trabajo de Hume y aquí la justicia también se plantea como una construcción en determinadas épocas que viven los hombres. Hume, por lo tanto, critica las teorías que hablan de estados de naturaleza anteriores a la complejización de las normas de interacción humana, como aquellas que hablan de una edad de oro en que todo era compartido en paz y tranquilidad, así como otras que se refieren a una permanente lucha violenta en que el hombre es el lobo del hombre. Para él estos extremos sobre los estados de naturaleza anteriores a la civilización no son más que ficciones.
A su juicio, mientras más fuertes sean las interrelaciones entre los hombres, sobre la base de la amplitud de miras que tengan, se amplía el alcance de las justicia en la sociedad. "La historia, la experiencia y la razón nos instruyen suficientemente acerca de este progreso natural de los sentimientos humanos y de la ampliación gradual de nuestras concepciones de la justicia en proporción a nuestro conocimiento directo de la utilidad general de esta virtud".
En el transcurso de su obra la justicia se entiende también como una convención que nace de la idea de interés común, pero aclarando que esta proviene de cada individuo en sí, al ser "la percepción que cada hombre siente en su propio corazón, que la observa en sus semejantes y que le lleva, junto con otros, a un plan general o sistema de acciones que tiende a la utilidad pública".
Es la evolución de la sociedad, y de las interrelaciones que se dan dentro de ellas, en que resalta la cohesión que se origina en los niveles de confianza mutua entre los individuos, donde se van estructurando dinámicas que van creando una visión de mundo más amplia entre sus miembros.
Mientras más confianza se construya en el devenir histórico de las sociedades, menor es la demanda de justicia puesto que la cohesión se asienta en una mirada amplia sobre la vida en común. Cuando las relaciones entre los hombres se desarrollan con una visión de sociedad estrecha, basada en los intereses de un determinado grupo social que se vuelve dominante y que tiende a cerrarse en sí mismo, se abren espacios para mayores niveles de segregación y, por ende, se produce una baja en los niveles de confianza entre los individuos. Esto va moldeando la evolución de las experiencias socioculturales y de un tipo de racionalidad en torno a la gubernamentalización de la sociedad que termina aumentando las exigencias de justicia.
Si las conveniencias y las necesidades de la humanidad son construidas a partir de los intereses de un determinado grupo social, dejando excluidos a otros grupos al momento de establecer las normas de una sociedad, estamos en presencia de una razón limitada para la gubernamentalización de una sociedad, tal como ha ocurrido históricamente en los países latinoamericanos. Hume sostiene que la justicia es un "bien fundamental para el bienestar de la humanidad y para la existencia de la sociedad", por lo que es necesario que los intereses de la socidad estén directamente considerados en lo que se refiere al derecho y la propiedad, los cuales se construyen de forma diferente en distintas épocas y lugares.
Para Hume "la naturaleza humana no puede subsistir por ningún medio sin la asociación de los individuos; y esa asociación nunca tendría lugar sin el respeto debido a las leyes de equidad y justicia", agregando que la práctica de la justicia es equivalente a la felicidad y bienestar que buscan los hombres, pues "sólo por ellas se puede mantener la organización social y cosechar los frutos de la protección y la asistencia mutua".
Y es que el filósofo escocés también estima la existencia de una convergencia entre el interés personal y el interés público, que se relaciona con la propia felicidad y conservación individual,  pero que no se explica solamente por el amor a sí mismo. "Debemos adoptar unos afectos más cívicos y admitir que los intereses de la sociedad no son enteramente indiferentes, incluso considerados en sí mismos", afirma.
La utilidad como fuente de sentimiento moral considera el interés del otro, ya que "no siempre se considera en referencia al yo". Este es uno de los postulados de Hume para indicar que la felicidad de la sociedad está recomendada para la "aprobación y buena voluntad" de los hombres. En su pensamiento no hay un cálculo racional en torno a lo que es útil, lo cual -sin embargo- será desarrollado más adelante por otros autores como Jeremy Betham y John Stuart Mills para dar paso al utilitarismo, asentado sobre la base de una moralidad con pretensiones exclusivamente racionalistas, siendo esta una parte constitutiva del moderno liberalismo político y económico.
El naturalismo que caracteriza la doctrina liberal también es objetado por Hume cuando este tiende a tener aspiraciones absolutas: "La palabra natural se toma normalmente en tanto sentidos que pierde así su significado y parece vano disputar si la justicia es natural o no. Si el amor a sí mismo y la benevolencia son naturales en el hombre, si la razón y la previsión son también naturales, entonces puede aplicarse el mismo calificativo a la justicia, al orden, a la fidelidad, a la propiedad y a la sociedad".
Este punto es clave para entender la separación de aguas que más tarde impulsaría la moderna doctrina liberal que deja fuera de la filosofía natural a la justicia social y a los derechos sociales, al reducir la benevolencia al interés individual y egoísta, dejando de lado los sentimientos morales en torno al bien común, para entronizar el cálculo racional con fines egoístas.
Hume plantea su posición al respecto señalando que la justicia también nace de la unión de las pasiones y reflexiones que se instalan en el hombre a partir de su inclinación a asociarse, la cual se vuelve imposible "donde cada uno se gobierna a sí mismo sin ninguna regla y no respeta las posesiones de los demás".
Sostiene que existe una "filantropía natural" que en el hombre instala una inclinación para preferir la felicidad de la sociedad, entendida como una virtud de carácter social que se configura a partir de lo útil y que abre espacio a lo que se conoce como el bien público. La utilidad pública, entonces es otro de los elementos para explicar el origen de la justicia, lo cual se evidencia de manera general y no particular.
Esto nos lleva finalmente a establecer a distinción sobre cuál es la fuente de la moral: si es la razón o el sentimiento. Según Hume, no es posible discernir las distinciones morales "sin el concurso del sentimiento", por lo que la razón por sí sola no puede alcanzar este propósito, en algo que siglos más tarde también aborda Nietzsche, al criticar un tipo de razón que se impone de forma exclusiva en la sociedad.
Si bien reconoce que el interés privado se separe del interés público, aclara que el sentimiento moral persiste ante esa oposición de intereses, por lo que descarta la teoría que explica que el amor a sí mismo domine "todo sentimiento moral".
"Si hubiese alguna duda acerca de la existencia en nuestra naturaleza de un principio como el de humanidad o el de un interés por los demás, cuando no obstante, vemos en ejemplos sin número que todo lo que tiende a promover el interés de la sociedad obtiene la mayor aprobación, debemos aprender de ello la fuerza como medio para un fin donde el fin es totalmente indiferente", señala Hume.
Este principio es el que todavía persiste en la lucha contra el cálculo racional de los intereses individuales que se oponen al interés público y que sostienen algunos exponentes del liberalismo reducido a lo económico.