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martes, 21 de mayo de 2013

El engaño en el discurso del "self made man" en el liberalismo


El discurso empresarial, proveniente de la filosofía moral de Adam Smith, y que deriva en la idea de un emprendimiento sin barreras, señala que el empresario es un hombre que se ha hecho a sí mismo (self made man) y que “ha edificado él solo su negocio”, pero lo que no se menciona es que el empresario también se topa con sistema de socialización instalado que está a su alcance, con trabajadores, un mercado, un cuerpo de normativas y reglamentos, además de una cadena de producción anterior a él y a su idea.
Según el economista Paul Samuelson, “esta vasta estructura y atmósfera propicia “con que se encuentra el empresario que cree haberse creado a sí mismo, “es la creación conjunta de millones de hombres durante numerosas generaciones. Si eliminamos ese factor social  no nos queda Robinson Crusoe, con los artículos salvados del naufragio y sus conocimientos adquiridos, sino el indígena salvaje que vive de raíces, bayas y gusanos”.
El estado de salvajismo al que se refiere el economista nos lleva a la idea de “capitalismo salvaje”, que, en cierto sentido, es una idea ontológica que significa el retorno al hombre lobo del hombre, propuesto por Thomas Hobbes. Es un estado pre civilizatorio al que recurre el discurso del liberalismo maximalista y utópico de plantea un hombre que se puede valer por sí mismo, por sobre el factor societario.
Pero, en la práctica, la formación del sel made man, pasa necesariamente por la socialización, desde la fase primaria hasta las más complejas. La socialización es condición para el surgimiento de esta idea de Smith, es en ella donde se desarrollan rasgos psicológicos, de comportamientos, como el egoísmo y el altruismo.
Esto nos lleva a la noción del altruismo, entendido como algo que va en línea con la naturaleza humana y no al contrario, como postulan los liberales extremistas. “Si pensamos en el proceso evolutivo de la selección natural, entenderemos que la preferencia que una madre otorga a su hijo de pecho tiene “valor de supervivencia”; le permite sobrevivir. Pero por la misma razón comprenderemos que la manifestación de la supervivencia en el amor altruista de la madre y en el interés por ser un buen vecino forma parte del plan general de la naturaleza”.
En otro de sus artículos, Samuelson habla del amor, vinculado al altruismo, en su acepción de ágape: “amor espontáneo y altruista que se expresa libremente sin cálculo de coste o ganancia para quien lo otorga o de mérito en quién lo recibe”.
El punto es que el propósito altruista, llevado equilibradamente, con el interés personal, no es un factor desestabilizante. En grados apropiados, es capaz de perfeccionar la interacción social en figuras como la responsabilidad colectiva de los individuos, siendo este un factor antropológico que los liberales maximalistas rechazan a priori.
El rechazo del altruismo por parte de posturas extremas, como las de Ayn Rand, choca contra un muro, pues la búsqueda de la propia felicidad también pasa por la convivencia con otros. La individualidad se construye a través de las relaciones con el otro. Es un derecho individual optar si se es o no altruista.
La construcción de la confianza social o el llamado capital social es uno de los factores de construcción para un engranaje más eficiente de la producción. El repudio ciego y maximalista al altruismo no produce otra cosa que una fragmentación que termina siendo disfuncional al propio funcionamiento de las formas de capitalismo.
Plantear que del altruismo a la pretensión moralista del hombre existe una delgada línea es altamente probable, aunque no significa creer en un automatismo, pues la libertad individual cuenta con grados suficientes para inyectar el grado de altruismo necesario en cada uno de nosotros.
Pero tampoco se puede caer en la ignorancia de desdeñar el altruismo en el conocimiento económico, ya que este forma parte de las racionalidades no instrumentales que constituyen uno de los pilares de la sociedad y al cual el individualismo más acérrimo no puede negar, a menos que se quiera encerrar al hombre en una caverna, toda vez que es difícil que la individualidad no tenga comportamientos prosociales para construir grupos o comunidades. Después de todo ni el más acérrimo defensor del egoísmo se ha constituido como persona fuera del otro.

martes, 14 de mayo de 2013

Aproximación marxista de la concepción weberiana del moderno Estado racional



Max Weber planteó que la estructuración del Estado racional posibilita la optimización de recursos en la acumulación del capital que permite el desarrollo del capitalismo moderno.  Es en este contexto donde el desarrollo sistemático de preceptos legales -que adquieren la formalidad del derecho romano- va configurando un grupo humano especializado en el control y administración de las relaciones sociales de producción que toman el velo de profesionales racionalizadores entre las disposiciones de la sociedad en su conjunto y las disposiciones que se toman  en las instancias político-jurídicas que rigen determinadas sociedades.
De este modo, bajo este punto de vista, la progresiva fusión entre el aparato político y las disposiciones jurídicas, conforman un pilar fundamental en las líneas de acción que toman las agrupaciones locales que constituyen el moderno Estado-Nación. La simbiosis -entendida como una relación de dependencia recíproca- de estas instancias es el sustento material que legitima y fundamenta la acción, traducida en fuerza, de un conjunto de poderes interrelacionados que buscan mantener y reproducir las condiciones de desarrollo de una matriz económica que debe hilvanar las relaciones sociales que va produciendo, según sus propios intereses de existencia. Así, la dinámica construida genera una lógica de subsistencia al interior del bloque controlador del capital, que se basa en la dualidad costo-ganancia.
Estas son las premisas que materializan la fase de intercambio de productos que se denomina mercantilismo y es, según Weber, la primera noción sistemática en cuanto a la politización de lo económico. Es decir, es en esta fase donde la lógica costo-beneficio se incrusta en los objetivos existenciales del Estado-Nación, que racionaliza las utilidades y las inserta en el flujo circular que caracteriza a la actividad económica.
Aquí se encuentra un factor indiscutible de desarrollo sostenido; el proceso de acumulación originaria del capital adquiere un ritmo constante en la generación de utilidades, suficientes para estructurar un orden institucional que levanta un aparato burocrático militar que constituye el soporte más inmediato del modo de producción vigente y de la clase social que captura y monopoliza las decisiones del Estado  través de situaciones políticas. Sin embargo, la coacción necesariamente requiere de un fundamento legitimador que, a la postre, es internalizado mediante un mínimo consenso por el grupo humano que pulula bajo los dominadores.
Sabidos son los tres elementos weberianos que justifican el poder: la Autoridad tradicional, el carisma y la legalidad. La interacción de estos tres aspectos conforman los dispositivos que racionalizan el poder político y son captados por un sujeto que se especializa en estas instancias: El político profesional que toma el aspecto del burócrata, quien es la base subjetiva para el imaginario cotidiano que adquiere la administración pública y política en su sentido amplio.
Es por ello que la conformación del Estado racional supone la definición a priori de objetivos institucionales, llevados a la práctica por un grupo de funcionarios encargados de articular un entramado de relaciones jurídico-políticas que entran en consonancia con las condiciones impuestas por las relaciones comerciales que establece la lógica capitalista.

jueves, 9 de mayo de 2013

La noción de Opinión Pública en referencia a la Industria Cultural

La noción de Opinión Pública respecto al concepto de Industria Cultural se basa en supuestos positivistas que tienden a obviar los antecedentes históricos y sociopolíticos que ayudaron al surgimiento del término en su acepción moderna. La anterior idea de Opinión Pública, como una instancia racionalizadora del dominio político, adquirió nuevos elementos que han sido aportados principalmente por una demanda masiva de bienes culturales o simbólicos.
La transmisión y distribución de sentidos que sostiene el campo cultural se ha insertado al interior d la vida cotidiana, produciendo  una reformulación en los contenidos que constituían el espacio público pre moderno o representativo, como lo plantea Habermas. En estos tiempos, es posible agregar el conjunto de inquietudes que nacen en el sentido común con el objetivo de crear un orden discursivo que canalicen, de forma óptima, las instancias ideológicas-comunicativas que la sociedad política desea controlar.
Este consenso entre Estado y sociedad civil se refuerza a través de una oferta cultural que se basa en condiciones materiales o técnicas de reproducción, atenuando los potenciales conflictos sociales, ya que se produce una integración de la comunidad en el espacio público. Por otro lado, la consolidación de nuevas formas de lenguaje social, como medio audiovisuales, internet y las redes 2.0, tienden a sostener la alienación de la interacción humana; el hombre se repliega a sí mismo mediante una incorporación de sentidos que tiende a reafirmar excesivamente su subjetividad, aislándose de una realidad social más compleja e interactiva entre sí, lo que supera al uso de las redes sociales para congregar a individuos en torno a ciertos objetivos o actividades.
La reproductibilidad de los medios de difusión cultural constituye, de este modo, una amenaza de facto para la identificación y autoafirmación. Deja al margen el proceso de recogimiento del sujeto respecto al objeto que se le presenta, por lo que la búsqueda de disipación genera conformismos pasivos que caen en la apatía y en el nihilismo colectivo. La capacidad de reflexión sistemática y crítica se repliega ante las posibilidades de realización que exhibe el consumo. Y es precisamente dicho consumo el que es captado por la clase política que, así, orienta los mecanismos de integración y participación del ciudadano para conducir sus demandas, reafirmando el control de las élites.
La dinámica en la relación del Estado con la sociedad civil y su sentido común, instala una promoción de bienes materiales y simbólicos que legitiman el control público de la ciudadanía, puesto que sus necesidades de existencia son subsanadas a través de una articulación racional entre el Estado y el campo cultural específicamente en el tejido de instituciones encargadas de producir y distribuir bienes culturales de consumo masivo. Aquí se desprende el predominio de lo cuantitativo en la conformación del espacio público; la calidad de los mensajes son internalizadas en forma restringida, la instauración de hechos medibles a través de cifras impiden a la conciencia establecer canales de difusión susceptibles de ser tomados en cuenta por la administración de las superestructuras.
Esto lleva a que una de las nociones de Opinión Pública se encuadra en una base que solidifica el rol de un campo cultural con las orientaciones de control público que establece el poder político.

domingo, 5 de mayo de 2013

Cómo se entiende el espacio público desde la óptica marxista

Es recurrente  apreciar en las corrientes influenciadas rígidamente por el marxismo, un desdén al concepto de ciudadanía y de sociedad civil, además de los espacios públicos en que se desenvuelven. Esto nos lleva a buscar una mínima noción de lo que los marxistas consideran como el espacio público o político burgués.
La llamada publicidad burguesa, según Marx, encuentra sus raíces en la emancipación o liberación política que destruye las relaciones sociales de producción feudalista  instaura, sobre sus ruinas, una instancia jurídico-política que –supuestamente- expande el espacio público a un espectro más amplio, “de incumbencia general del pueblo”. Es decir,  la publicidad burguesa define una nueva relación entre la sociedad política y la sociedad civil: Esta última se desliga de los ropajes del señorío feudal o, más bien dicho, de la clase política que constituía el Estado.
En esos momentos, la nueva relación se centra en la autonomía individual respecto a los elementos constituyentes del Estado. Las antiguas unidades tradicionales de dominación se han atomizado y surge aquella que sostiene al individuo “separado” del poder político, que se concentraba en todos los aspectos de la vida civil. También nacen las instancias ideológicas que “integran elementos materiales y espirituales que forman el contenido vital de los individuos”, quienes tienen la posibilidad de ser partícipes en la esfera de la comunidad. Todos los asuntos públicos son susceptibles de una participación del sujeto generalizado,  con lo que la política se ha abierto al hombre común.
Sin embargo, y aquí reside la operación intelectual de Marx y su consiguiente crítica, esta nueva definición de lo público en la práctica entraña las contradicciones entre un idealismo de Estado que promete una mayor incorporación política del individuo en general a través de las superestructuras creadas por la infraestructura económica. Este supuesto participativo se centra en los procesos productivos de la sociedad para satisfacer sus necesidades de desarrollo y así consolidar la idea de libertad dentro de la sociedad misma. La participación se entiende como la práctica de la sociedad civil determinada por actividades materiales de consumo que dan forma al espacio público, la publicidad. Estas actividades de la sociedad civil, unidas a instancias ideológicas definidas por la nueva clase dominante burguesa de fines del siglo XVIII, se presentan como si fueran de interés general, con lo se va estructurando una “falsa conciencia”, que se incrusta en el devenir de lo político, a partir de la opinión pública.
Esta dinámica fenomenológica posibilita el nacimiento de un hombre basado en el cálculo egoísta que, según Marx, “ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio”, constituyendo una categoría antropológica social que arma el tejido social que sustenta al Estado burgués de derecho, en general, y al espacio público que se ha creado, en particular. Marx concentra su crítica en la instancia jurídico-política que legitima a las relaciones sociales de producción que han configurado los grupos burgueses, puesto que esta plantea la existencia de un hombre universal, un ciudadano del Estado que, por ende, es reconocido en el espacio público.
Marx, de este modo, se sumerge en el análisis crítico de las leyes burguesas que consagran los derechos del hombre, ya que estas en su manifestación práctica contemplan el desarrollo de facultades individuales que. Inevitablemente, conllevan el retraso de otros individuos estancados en sus necesidades, rezagados en el proceso productivo de la división social del trabajo, debido a las condiciones socioeconómicas que reproducen el sistema capitalista. Tomemos por ejemplo el caso de la propiedad privada, en palabras del filósofo alemán: “Es el derecho de todo ciudadano de gozar y disponer a su antojo de sus bienes, rentas, de los frutos de su trabajo y de su industria”.
A partir de este caso, Marx infiere que los denominados derechos humanos apuntan al predominio de la alienación humana sobre el desarrollo genérico del hombre. Los derechos humanos, de esta forma, son los derechos cívicos de los miembros de la burguesía, siguiendo su análisis. Esta existencia contradictoria pone de relieve el desarrollo de un hombre replegado a sí mismo, con un alto grado de individualismo, que tiene el verdadero acceso a los derechos políticos y que disfruta, a fin de cuentas, de una libertad real. Pero, por otro lado, existe un hombre idealizado, al margen del espacio público de la política, cuyos intereses son incompatibles con las decisiones de facto que se dan en el Estado; este sería el llamado ciudadano común y corriente, el “hombre de la calle” que goza de una formalizada libertad.
El contenido de los derechos políticos, entendidos como la supuesta participación de la comunidad en las decisiones públicas, es relativo debido a la existencia de un espacio público sumamente formalizado. La crítica marxista a la publicidad burguesa se inclina hacia la dicotomía entre las oportunidades de participación que presupone y que, en la práctica, son captadas por la figura del propietario privado, alguien que está escindido de la comunidad y que se el burgués, en tanto que tiene un raciocinio de lo público sobre la base de sus intereses egoístas y que tiene una participación real en el Estado.
De acuerdo a Marx, la publicidad burguesa idealiza a un hombre genérico, que se ejemplifica en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Este espacio público se expande en las subjetividades, estableciendo una forma de dominio público que se basa en la existencia política de un grupo social.