El sistema simbólico-cultural que
crea el capitalismo se basa en la idea de forjar la expectativa aleatoria de
que cualquier individuo puede tener éxito en la libre circulación de bienes y
servicios. Cualquiera y no todos, esa es la matriz ideológica que, en el camino,
fabrica un ejército de frustraciones que mueren en el dinamismo del mercado
abierto.
De la frustración al conformismo
existe una delgada línea divisoria, la que también deja abierta la puerta para
la entrada de disfuncionalidades, de la entropía o conductas que no son
adaptables a la perspectiva de las prácticas hegemónicas.
Frustración, conformismo y
entropía son conceptos que se identifican en el capitalismo como un permanente
estado de trastorno para el hombre, en lo que puede relacionarse con el
concepto de alienación marxista, la separación del hombre con el hombre, su
cosificación debido a la mercantilización de las relaciones sociales.
Todo se podría resumir en la idea
de la felicidad, una condición antropológica que el discurso del capitalismo
cultural asume, pero que se vive a través de las contradicciones.
Mediante estos supuestos llegamos
al concepto de la economía de la felicidad que va más allá del bienestar
material, apuntando más a la vida interior de los individuos, a la facilitación
de condiciones objetivas para impulsar satisfacción en vez de frustración, lo
que otorga un rol preponderante a la subjetividad.
Opera a nivel microeconómico, en
interrelación con la antropología económica, donde las variables
socioculturales tienen un rol más preponderante, como lo es la distribución del
ingreso y relaciones laborales y cooperación económica. Esto pone a la economía
de la felicidad en el mismo carril que la construcción de sociedad.
Alberto Mayol plantea en su obra
“No al Lucro”, la relación entre menor felicidad y la despolitización de la
ciudadanía: “Los chilenos han usado la felicidad como combustible, apelan a
ella para ser aceptados, pero no se orientan a producirla, sino consumirla.
Así, el clásico axioma de que el
dinero no hace la felicidad se potencia, en algo que se demuestra a través de
la curva paradójica que sufren los países desarrollados que multiplican su
ingreso per cápita, pero que mantienen achatada la curva de felicidad.
La oposición entre la lógica
consumista y la del bienestar en la economía es la participación en la vida
económica y social no desde el punto de vista del consumo, sino que de una red
de derechos. Ese es uno de los motivos por los cuales la economía de la
felicidad se vuelve un fundamento para la crítica de las políticas liberales
que privilegian el aspecto cuantitativo del aumento de productividad,
competitividad e ingresos económicos, sin correlacionarlo con indicadores
sociales sustentados en una red de derecho, como se ejerce en el modelo de desarrollo
de los países escandinavos.
Otro aspecto esencial es
considerar la subjetividad de cada individuo a la hora de definir la felicidad,
independientemente del acceso y uso de bienes materiales. Y aquí juega un papel
clave la consecución de derechos sociales como salud, educación, participación
democrática en la toma de decisiones, porque aumentan valores sociales como la
confianza y la cooperación que, desde el punto de vista económico se convierte
en capital social, algo que en Chile e un déficit enorme.
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