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martes, 28 de enero de 2020

La economía política: nuestra teología cotidiana del orden imaginario desde Yuval Noah Harari

El concepto de orden imaginado del historiador israelí Yuval Noah Harari nos entrega una reconfirmación del enfoque interpretativo que relaciona a la economía política con la teología cotidiana, entendida no como un proceso de reflexión del ser desde su propia espiritualidad, sino como la construcción desde castas o cúpulas, de una cotidianidad desde lo religioso, la cual se expresa en una forma de ser, que -a su vez- es el resultado de un sistema de rituales enfocados a configurar un cierto comportamiento individual, de autocontrol, y relacional con los demás, desde el punto de vista normativo, que se trazan con la interacción de mensajes.
Según este pensador, el orden imaginario, en rigor no es algo objetivo, sino que se sustenta en la voluntad que tienen las creencias. Y aquí la palabra es fundamental: la capacidad humana de contar historias y convencer a la gente para que las creyera es el piedra angular de Harari, a partir de su obra "Dioses y Animales". Para arribar al orden imaginario es necesario pasar por la realidad imaginaria, la cual el autor la define como algo que la mayoría cree. 
La realidad imaginada ha permitido al hombre adaptarse a las necesidades cambiantes mediante la cooperación, la cual recurre a los mitos con distintas narraciones, las cuales adquieren mayor escala, entregando lo que la teoría moderna también conoce como la cohesión. La información entonces es la base para la construcción de lo que Harari denomina realidad imaginada, creadora de normas sociales sobre la base de la creencia en mitos compartidos, que están en grado de levantar imperios, organizaciones eclesiásticas universalizantes, y corporaciones económicas modernas.
La influencia de la escuela materialista en el autor y su enfoque biologicista lo llevan a sostener que productos del orden imaginario son la nociones de igualdad, derechos, libertad, democracia. "Creemos en un orden particular no porque sea objetivamente cierto, sino porque creer en él nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor. Los órdenes imaginarios no son conspiraciones malvadas o espejismos inútiles. Más bien, son la única manera en que un gran número de humanos pueden cooperar de forma efectiva", afirma.
Sin embargo, este tipo de construcciones no son estables, son reemplazados por otras narraciones, de acuerdo a las circunstancias que se van dando entre los hombres, por lo que el concepto harariano de orden imaginario se vuelve a vincular con los conceptos de cohesión y coerción, propios de las teorías modernas sobre el Estado. Y es que el hombre siempre cuestiona las creencias establecidas, se busca cambiar el mito articulador, lo que hace tambalear a la cohesión, por lo que surge con mayor fuerza la esfera coercitiva para la mantención del orden."Con el fin de salvaguardar un orden imaginado es obligado realizar esfuerzos continuos y tenaces, algunos de los cuales derivan en violencia y coerción. Los ejércitos, las fuerzas policiales, los tribunales y las prisiones trabajan sin cesar, obligando a la gente a actuar de acuerdo con el orden imaginado".
La cohesión también mantienen los órdenes imaginarios, con lo que al autor define como "verdaderos creyentes", dando forma a la fuerza que tiene el credo, lo cual se logra "no admitiendo nunca que el orden es imaginado". Esto lo podemos relacionar con la dicotomía apariencia/esencia: El orden existente, reforzado con un mito originario, es lo real y no caben dudas al respecto. Es lo más conveniente, lo que es capaz de entregar felicidad a la mayor cantidad de individuos, es el más apto para la supervivencia de la sociedad, pues asegura orden y estabilidad. El orden imaginario es la representación que más se acerca a la realidad en que se vive, en un proceso que se va naturalizando hasta derivar en los llamados derechos naturales.
Harari identifica tres pilares a través de las cuales el ordenamiento que organiza la vida se termina imponiendo: (i) Se incrusta en el mundo material, en los artefactos que se producen para acoplarse a las necesidades; (ii) modela los deseos, los cuales tienen nacen en un orden pre-existentes, y (iii) es intersubjetivo, compartido entre las personas, en una red de comunicación que se conecta entre los hombres.
Pero los mitos, como sistemas sostenedores de la cooperación de los hombres en torno a ciertas creencias, también son funcionales a órdenes imaginarios alternativos, por lo que el autor advierte la imposibilidad de salir de un orden imaginario.
Es así como estos constructos del orden imaginario, mediante los "mitos y ficciones" que denomina el historiador israelí, "acostumbraron a la gente, casi desde el momento del nacimiento, a pensar de manera determinada, a comportarse de acuerdo con determinados estándares, desear ciertas cosas y observar determinadas normas. Por lo tanto, crearon distintos artificiales que permitieron que millones de extraños cooperaran de manera efectiva. Esta red de instintos artificiales se llama "cultura".
A su juicio, tanto los grandes sistemas religiosos como el sistema de relaciones de poder en base a las dinámicas de dominio, cooperación e intercambios dentro del mercado, son parte de este orden imaginario. Harari define a la religión como un "sistema de normas y valores humanos que se basa en la creencia en un orden sobrehumano", lo que más adelante de su obra reafirma con la extensión de esta definición a los sistemas de ideas más reconocidos de la modernidad como el liberalismo, el comunismo, el nacionalismo y el nazismo, a los cuales cataloga como "religiones de ley natural".
"A estas creencias no les gusta que se las llame religiones, y se refieren a sí mismas como ideologías. Pero esto es solo un ejercicio semántico. Si una religión es un sistema de normas y valores que se fundamenta en la creencia de un orden sobrehumano, entonces el comunismo soviético no era menos religión que el islamismo", sostiene. Harari sostiene que el rol de la religión es darle una legitimidad sobrehumana a las frágiles estructuras que van creando los hombres, lo que "ayuda a situar al menos algunas leyes fundamentales más allá de toda contestación, con lo que aseguran la estabilidad social".
Si los valores y normas que se instalan son sobrehumanos se plantea la existencia de un bien supremo, que orienta la acción humana y, a partir de eso, se va construyendo el orden imaginario, ya sea a través de un principio supremo como el individuo y su autonomía, la libertad, la igualdad, la razón o otras bienes que son inherentes a la naturaleza humana.
Son las leyes naturales, que los sistemas de pensamiento con pretensiones de dominio han construido, con sus propios dogmas que -a su vez- estructuran sus respectivos credos, las que permiten establecer su relación con lo religioso. Las creencias son interiorizadas como un producto natural e inevitable.
Nos concentraremos en el liberalismo y su bien supremo, bajo la óptica harariana: "La creencia liberal en la naturaleza libre y sagrada de cada individuo es una herencia directa de la creencia cristiana tradicional en las almas individuales libres y eternas". Por su parte, en el socialismo, la piedra angular superior es la igualdad entre todos los humanos.
En lo que también llama el "credo capitalista", el autor señala el paso de una teoría que giraba en torno a cómo funciona la economía, para concentrarse en una ética donde circulan valores y creencias, mediante "enseñanzas acerca de cómo debe actuar la gente, cómo debe educar a sus hijos, e incluso cómo debe pensar. Su dogma principal es que el crecimiento económico es el bien supremo, o al menos un sustituto del bien supremo, porque tanto la justicia, como la libertad e incluso la felicidad dependen todas del crecimiento económico".
La economía política, con el credo del libre mercado que suministra necesidades materiales y simbólicas requiere del Estado para su avances, lo que vendría a ser la instancia de su teología política, la conductora y orientadora de la ética capitalista. Mercado y Estado, según Harari, promueven "comunidades imaginadas que contienen millones de extraños, y que se ajustan a las necesidades nacionales y comerciales". Las comunidades imaginan que se conocen entre sí, cuando en la realidad, debajo de las apariencias que esconden, "juegan un rol secundario frente a las comunidades íntimas de varias decenas de personas que se conocían unas a otras".
Para Harari, la nación es la comunidad imaginada del Estado y la segmentación de consumidores son las comunidades imaginadas del mercado. "Ambas son comunidades imaginadas, porque es imposible que todos los clientes de un mercado o que todos los miembros de una nación se conozcan unos a otros de la manera en que los aldeanos se conocían en el pasado", explica. Este principio de ordenamiento con pretensiones universalistas fue planteado anteriormente por la teocracia católica y la del islam.
El mercado promete orden y estabilidad si el Estado cumple con el rol del control para que la comunidad imaginada no se vea alterada por la emergencia de otras comunidades imaginadas alternativas, que surgen de otras creencias, las cuales caen en la categoría de la blasfemia. El capital tiene un carácter universalista y misionera, especialmente a partir de su fase de globalización. Estos son rasgos que Harari identifica en las grandes religiones monoteístas del cristianismo y el islam.
La religión como sistema de respuestas se acopla con la economía política moderna: el crecimiento equivale a una esperanza en el futuro, siempre está la posibilidad del porvenir, siendo esto una parte fundamental de la comunidad imaginada, lo cual está sujeto a la idea de alcanzar la felicidad: "Los capitalistas sostienen que solo el libre mercado puede asegurar la mayor felicidad para el mayor número de personas al crear crecimiento económico y abundancia material y al enseñar a la gente a confiar en sí misma y ser emprendedora".
Harari indica que el liberalismo "santifica los sentimientos subjetivos de los individuos", precisando que es aquí donde se confiere un carácter de autoridad para definir cómo es el mundo. "La gente que ha crecido desde la infancia a base de una dieta de eslóganes como estos es propensa a creer que la felicidad es un sentimiento subjetivo y que cada individuo es quien mejor conoce si es feliz o es desgraciado. Pero esta opinión es exclusiva del liberalismo".
Dese un punto de vista heideggeriano, el orden imaginario es el espacio en el que se ha olvidado el ser en el pensamiento occidental, en el sentido de que la sentencia griega del conócete a ti mismo, que menciona Harari, efectivamete queda subyugada por la entidad en que se ha transformado el sistema de cosas que son parte del orden imaginario, especialmente en cuanto a las necesidades concretas y simbólicas de las que somos parte en la estructura que da vida a la economía política, que vivimos como si fuera una teología cotidiana.

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