Todavía persiste un vacío de
poder no menor en la administración pública luego de la instalación del
gobierno de derecha hace más de cuatro meses. Las jefaturas regionales de
servicios como el Sence, Sernatur, Seremis, Gobiernos Regionales y,
especialmente, los Servicios de Salud, entre otros aún buscan jefaturas. Se
dice que la gran vacante de cargos públicos responde, en parte, al desinterés
de este sector por desenvolverse en la cosa pública, debido a los
convencionalismos socio-culturales que imperan en sus ambientes cotidianos.
Pero el nudo gordiano es que,
realmente, en el denominado “gobierno de los mejores” no existe la convicción,
ni la intención de salir de la burbuja del sector privado para emigrar a las
labores estatales, cuyas remuneraciones son comparativamente más bajas. Además,
la misma concepción de solidaridad y cooperación que supone el trabajo de
servicio público sólo se encuentra en la tinta del Programa de Gobierno, pues
en el ADN de la derecha chilena conviven sin problemas elementos como el
individualismo, el clasismo endógeno de tintes racistas, el integrismo
religioso-conservador y un autoritarismo vinculado a la idea nostálgica de la
hacienda. Este crisol ontológico está permeado por la entronización de las
soluciones de mercado a las problemáticas de gestión pública en lo social.
Dicho antecedente primigenio nos
permite apreciar de mejor forma lo que actualmente sucede en los cargos
públicos, cuando éstos llegan a ocuparse a nivel nacional. Hasta el momento, la
tendencia de las nuevas autoridades ha sido generar polémica por los
comentarios de carácter sociocultural, como los célebres casos de la Junji,
donde su vicedirectora, Ximena Ossandón, recalcaba la instalación de una
“virgencita” afuera de la sede institucional, sin preguntar a los funcionarios
si compartían o no la opción personal y religiosa-militante de la nueva
autoridad, además de fustigar el supuesto caso de madres que iban a la playa,
mientras dejan sus hijos en las salas parvularias, con la idea de justificar la
reducción de recursos frente a estas “ineficiencias”.
Lo cierto es que las visiones
integristas de corte católico son uno de los elementos constituyentes de la
construcción social y cultural de la derecha, que anteriormente se conocía como
el “buen tono”, “gente de bien”, “gente como uno” y que ahora se podría
extrapolar a esta idea de rescate de la tradición que se está empoderando de
las esferas estatales. Esta visión de mundo, por parte de una comunidad que
históricamente se ha formado mediante el aislamiento y una autor referencia de
tipo endógeno, actualmente queda más al descubierto, debido a la mayor
“democratización” experimentada en la convivencia social chilena, luego de las
transformaciones sistémicas ocurridas en los años noventa y que se expresa en
varios niveles, desde la fragmentación y diversificación identitaria en el
contexto del dinamismo impuesto por una economía de mercado.
El hecho de estar más sometida al
escrutinio de otros grupos sociales, en este nuevo mapa de identidades, expone
a las conductas sociales y culturales de la derecha tradicional a los límites
del ridículo. El caso de Fonasa es otro botón de oro en este sentido: Al
momento de asumir, su nuevo director, Mikel Uriarte, increpó a los funcionarios
por no llegar con corbata al trabajo. Luego de que sus asesores moderarán el
afán ordenador de su jefe, se acordó distender el ambiente laboral. Pero
Uriarte salió con una nueva joya…”sería bueno que nos relajáramos y
conociéramos…¿alguien hace algún deporte?, ¿quién juega al golf?
Inmediatamente, los funcionarios se miraron entre sí, pensando en que el nuevo
director nacional estaba bromeando. Sin embargo, Uriarte era sincero,
acostumbrado a un determinado ambiente cotidiano que refleja la coexistencia de
dos macro visiones o relatos aún presentes en la identidad nacional. Uno que se
reconoce aún en las llamadas clases altas, donde aún se cree en las
distinciones hechas por autores decimonónicos como Orrego Luco o Alberto
Edwards, que atribuían una superioridad espiritual a esta posición social,
sobre la base de la “sangre, el apellido y la familia”.
La ministra de Vivienda, Matte,
también aportó lo suyo al afirmar que ella y su familia “pertenecemos a la
derecha austera, que no viaja en helicóptero”, con lo cual separó las aguas
entre ésta autoproclamada derecha, “de cuna”, moldeada por la tradición y la
otra derecha emergente de nuevos ricos. Seguramente, la derecha criolla ignora
que este menosprecio por los “nuevos ricos” calza a la perfección con la tesis
planteada por Marx, en el sentido de que una clase social se determina por su
ideología y no por su magnitud monetaria. Y así justamente bajo este parámetro
vive la derecha social en Chile.
La auto designada “distinción de
las clases elevadas” alcanza ribetes endógenos tan altos que las personas que
viven en función de estos ambientes no se dan cuenta de lo que ocurre más allá
de los muros que han levantado. Era el año 2003, cuando el Instituto Libertad y
Desarrollo cumplió 15 años de vida, celebrándolos en Casapiedra, con un
seminario al cual fueron invitados tres investigadores de un Think Tank liberal
de China. Luego de las exposiciones llegó el cóctel de cierre y nadie de los
anfitriones “pescó” a los invitados de China que se miraron las caras durante
todo el cóctel, viendo cómo la gente de LyD, y de la UDI, conversaban
alegremente. O sea, hablamos de un ambiente social construido de forma
monolítica, donde la educación y buenos modales en la derecha sólo son
funcionales en sus grupos de referencia primarios. Algo similar es lo que ahora
está ocurriendo en el Estado y en los ambientes de las reparticiones públicas,
donde la separación de las aguas sociales se ensanchó notablemente respecto a
los anteriores gobiernos.
Siempre que se aborda este tema,
surgen las contra respuestas del “resentimiento social”, pero este no es el
punto. Si los individuos y grupos sociales construyen una serie de
representaciones sociales que auto expliquen sus biografías y roles en una
sociedad, es algo legítimo, siempre y cuando sea desarrollado en una esfera
privada o, al máximo, comunitaria. El problema es pretender que estas
construcciones –representadas en la tradición unilateral, el autoritarismo de
corte clasista y racista y el integralismo religioso-conservador- se extiendan
a la esfera pública, afectando los intereses de otros grupos o comunidades
presentes en la sociedad chilena que no comparten estos valores y visiones de
mundo de la derecha.
En su libro “El Sueño Chileno”,
el sociólogo Eugenio Tironi, entrega una noción general para comprender el mapa
de las identidades, la cual “es una suma de historias, relatos y discursos que
se tejen para darle cuerpo a la comunidad nacional, con descripciones que se
construyen a partir de las demandas y las perspectivas de sus miembros. A
partir de esas historias los individuos pueden reconocerse como pertenecientes
a un colectivo, y al mismo tiempo, pueden contextualizar y ordenar sus propias biografías
personales”.
Una lectura neutra como estas
ofrece una coordenada básica para comprender las “salidas” de la directora
nacional de la Junji y el director de Fonasa. Ambos personeros simplemente
estaban contextualizando al nivel institucional sus experiencias personales,
pertenecientes a una comunidad con sus propias construcciones. Ello no es un
problema en el sentido del libre albedrío que en teoría goza cada ciudadano.
Como acabamos de señalar, el conflicto es la intención de extenderlo a otros grupos
sociales que no comparten esta visión de mundo ni ideología, esta última
entendida como un cuerpo de ideas valores y creencias.
Y aquí entra al campo el aspecto
social y político de poder como una relación estratégica (M. Foucault, 1975).
Bajo esta propuesta, el hablar de una reinstalación del núcleo cultural duro de
la derecha en el sector público no nos puede descolocar, si sabemos que detrás
de esta cultura se esconde un poder que esconde una red de relaciones,
jerarquizada y coordinada de estos códigos cotidianos en los cuales estos
personajes se desenvolvían antes de asumir cargos gubernamentales.
Debemos entender estas lógicas de
Poder desde la perspectiva teórica que entiende al Poder como una concepción
jurídica -como dice Foucault-, o sea un derecho que se posee como un “bien”,
“una virtud” que se transfiere, a través de instancias normativas formales e
informales. Esta es la tensión socio-cultural de la derecha chilena: Avasallar
con los esquemas que se no adecuen a sus construcciones del mundo, a través de
diferentes grados de autoritarismo y otras imposiciones cotidianas (como el
caso de la obligatoriedad de corbatas en Fonasa o la instalación de una estatua
de la virgen).
Aunque sea simplista, la verdad
es que estamos en presencia de un núcleo duro e indeleble en la identidad de la
derecha chilena que se reinserta en el aparato público después de veinte años.
Ahora, el desafío es ver de qué forma este mundo hacendado se acopla con las
transformaciones socio-culturales instaladas en el Estado y la sociedad en su
conjunto. Desde ya, apreciamos que no será un proceso fácil para esta expresión
de la derecha acostumbrada a los salones de familia que se resisten a los
procesos de meritocracia y movilidad social que impulsa la lógica del mercado abierto.
Tampoco será fácil para los mismos funcionarios del sector público, quienes
deben adaptarse a las normas de productividad y carga laboral importadas desde
el sector privado.
Precisamente, segmento de nuevas
autoridades del actual gobierno, nostálgicas por los estilos de vida del Chile
pre-capitalista y “austero” de hace 40 años, son las que deben adaptarse a las
nuevas formaciones socio-cívicas en la esfera pública y ciudadana. La tensión
también opera en ellos, pues deben salir de la burbuja privada en la que
estuvieron desde 1990 y bajar al centro de la ciudad, a las llamadas ocho
cuadras del Poder. Este simbolismo de bajar de los contrafuertes cordilleranos
al centro de la polis nos explica en parte el porqué de los puestos vacantes en
la administración pública. En otras palabras, existe una readecuación en las
relaciones de poder que aún no está finalizada al interior del Estado.
Pero, más allá de estas
“externalidades de clase” que insisten en manifestarse, lo cierto es que la
derecha post moderna también ha facilitado este ascenso suyo al Estado, a
partir del pragmatismo inherente al modelo socio-mediático que han levantado
sus Mass Media convencionales. No por nada, la UDI siempre criticó a “la
derecha de salón” por no salir a las poblaciones a trabajar en terreno con el
objetivo primordial de reforzar la idea de que el mercado (que ellos controlan)
es el óptimo social para solucionar los problemas del país. El punto es que
esta minoría entrenada para relacionarse con el mundo popular no comprende el
libre ejercicio de la libertad a nivel cotidiano. Siempre encontrarán excusas
para tensionar las relaciones con los demás grupos con los cuales interactúan,
ya sea con el autoritarismo político, el clasismo y el integralismo religioso
en los lugares de trabajo.
El problema nace con y en ellos y
debería ponerse un punto final por parte de ellos mismos en lo que respecta a
sus construcciones socio-culturales. O, a lo mejor, sería conveniente una
lobotomía identitaria.
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