Pocos temas son tan complejos en
estos tiempos como el matrimonio entre personas del mismo sexo. El debate en
torno al tema parece ser simple, pero va más allá de la óptica
religiosa-institucional que pretende hegemonizarlo bajo la dualidad
apoyo/rechazo. Nosotros, por lo menos, nos dedicaremos a mencionar algunos
elementos de la discusión.
Podemos comenzar con la siguiente
premisa: En Chile, efectivamente, se tiende a dejar de lado lo que se conoce
como sociología de la familia, enterrándola bajo una pauta macro moralista y
normativa-jurídica. Lo cierto es que la familia, del punto de vista
sociológico, es una de las instancias primarias de socialización e integración
de los individuos en comunidades, primero, y en sociedades, después. Las
transformaciones sociales y culturales han fragmentado el mapa de las
comunidades y, por ello es que actualmente existe un cierto consenso en
clasificar los tipos de hogares en unipersonales, matrimonios sin hijos, familias
monoparentales, parejas de hecho y, últimamente, hogares homosexuales.
Lo que la sociología tiende a
denominar como “desinstitucionalización de la familia” no se refiere a la
óptica valórica ni política, sino que es un registro clasificatorio de las dinámicas
que se generan al interior de los grupos y comunidades, debido a cambios en los
procesos económicos, sociales y culturales, especialmente respecto al
desarrollo de las identidades. No es que la familia conocida en términos
tradicionales se esté destruyendo, sino que han emergido nuevas expresiones
existentes hace siglos, pero que ahora han encontrado los espacios para
manifestarse como identidad.
Algunas corrientes de la
disciplina coinciden que el abandono del concepto tradicional no viene promovido
por los nuevos modelos de familia, sino que se ha generado debido a que el
Estado y sus concepciones jurídicas han evolucionado a contenidos legales más
inclusivos. Tanto así, que la familia actualmente está siendo definida como
“matrimonio, parentesco o convivencia que constituyan núcleos estables de vida
en común”. Al menos así se sintetizan los armados normativos en los países que
han reconocido legalmente las uniones del mismo sexo.
Este cambio, según la sociología
moderna, está asociado a la larga transición de la familia como una unidad de
producción hacia una unidad de consumo. Ello ha generado nuevas definiciones de
las cuales el derecho ha debido hacerse cargo.
Los nuevos ordenamientos obedecen
a realidades innegables que se manifiestan al interior del cuerpo social y aquí
entra la lógica del derecho, en cuanto al reconocimiento de estas formaciones y
su acceso a los servicios, garantías y beneficios que debe otorgar el Estado.
La concepción jurídica moderna es que, cada vez que el Estado impone obligaciones
o dispensa beneficios, no puede “negarlos a otra persona que se encuentre
dentro de sus límites jurisdiccionales”. Más allá de los juicios de valor que
cada uno de nosotros pueda ejercer, la verdad es que el desarrollo del derecho,
objetivizado y construido, presenta un carácter más inclusivo en lo que se
refiere a la protección de las leyes a los individuos y grupos determinados.
Así ha sido en los últimos 231 años y eso no da espacio a las subjetividades
que pretenden negar esta dinámica de la esfera jurídica.
Bajo el prisma legal, el
matrimonio es una cuestión de contratos privados entre los individuos (hombre y
mujer) que se casan, o sea son negociaciones consensuadas como las mismas que
se controlan en las demás interacciones de una sociedad formalmente libre. Es
deber de la esfera jurídica definir si las normas se podrían ser más elásticas
frente a estas nuevas clasificaciones en la familia o si se avanza hacia una
des judicialización en la materia.
Lamentablemente en Chile -como en
las demás sociedades que tienen una matriz sociocultural latina y, por ende,
determinada por el imaginario católico-romano-, la discusión en torno a las
uniones por derecho entre homosexuales es encasillada y reducida bajo los
veredictos de la pauta religiosa-moralista que, a la postre, termina siendo
asimilada por ambas partes (pro y contra de este tipo de unión y/o matrimonio),
confundiendo la temática con la fe personal de cada uno de nosotros, cuando de
lo que verdaderamente se habla es de la disputa por espacios de poder entre una
esfera pública laicista y un sistema religioso institucionalizado.
Un ejemplo de ello se manifiesta
en el escenario nacional, luego del mediatizado evento de los matrimonios gay
en Argentina con el consiguiente coletazo en nuestra sociedad. Después de que
los congresistas de la Concertación hubiesen propuesto un proyecto de Ley sobre
el tema, el presidente del Movimiento de Liberación Homosexual (Movilh),
Rolando Jiménez, señala que los opositores a tal iniciativa “legislan con la
Biblia en el velador”.
El punto es que los dardos
recíprocos entre los actores más subjetivizados para discutir el problema,
insisten en separarlo del objeto de estudio de la sociología de la familia,
ideologizándolo desde el punto de vista político. Ello no trae más que una
esterilidad en el tiempo para enfrentar este vacío legal, pues hablamos de
uniones de hecho que no tienen resguardos legales, como las asignaciones de
bienes en caso de separación o las pensiones de viudez y previsionales, por
ejemplo. Esto también afecta a las parejas heterosexuales que han decidido no
formalizar un contrato privado ante el Estado. El punto del debate que se
obvia, entonces, debería girar en torno a la capacidad del sistema de
protección social (welfare) de entregar sus servicios a toda la ciudadanía,
como parte del progreso que se entiende racional en las sociedades.
Compliquemos un poco más el
asunto: Una arista del debate es la diferencia entre unión de hecho y
matrimonio. ¿Es posible que el concepto de registro de unión de hecho entre dos
hombres pueda contener, o aproximarse, a las normas que dan vida al concepto
jurídico del régimen matrimonial? Si así fuera, toda la discusión semántica
entre unión de hecho y matrimonio, ¿acaso no se pulverizaría?
Parece también que todo el
debate, propio de nuestra cultura occidental, está más contaminado por el
sistema de pensamiento griego, donde se muestra el principio de la Ley
Universal de la filosofía estoica y de los silogismos clásicos de causa-efecto.
En este sentido, no es extraño encontrar líneas argumentativas contra la unión
legal entre homosexuales que pretenden establecer nexos directos entre el
matrimonio gay y los niveles de abusos sexuales o de pedofilia (este tipo de
argumentos realmente se han dado). Tampoco escapan a estos moldes lógicos las
líneas de defensa de las uniones del mismo sexo, puesto que frecuentemente caen
en el argumento de generalizar todo reparo al fenómeno como una “actitud”
religiosa, confundiendo ésta última con el verdadero sentido de la Fe, del cual
nos habla la Biblia y que se sintetiza en la inmensurabilidad de ésta entre los
hombres, puesto que es una relación personal entre Dios y cada persona. En
cierto sentido, los siglos en que se han construido los dispositivos
discursivos de la doctrina católica han terminado por afectar los patrones de
raciocinio de sus detractores también. ¿Por qué? Básicamente porque la
discusión valórica en torno a la unión legal gay tiende a poner en un mismo
saco al contenido de la Biblia con la doctrina creada por el catolicismo en los
últimos 1.685 años. Efectivamente, estas Escrituras se han prestado a múltiples
exégesis justificatorias de un dominio “temporal” y concreto sobre el cuerpo
social, en circunstancias de que el contenido del mensaje bíblico se inclina más
al ámbito individual; de cada uno de nosotros en relación con Dios, sin
intermediarios humanos. Puestas así las cosas, la opción sexual de las personas
se inscribe dentro del libre albedrío; cada quien elige el camino explicado
abundantemente en las Escrituras y cada uno dará cuenta de ello ante un solo
Juez, que ciertamente no es humano. De ello se desliga el pilar de la
predicación del Evangelio para los creyentes de este mensaje: una exhortación
al arrepentimiento, pero no de modo coercitivo. Es el entramado
religioso-institucional el que ha obligado a la sumisión del mensaje, primero a
nivel físico y después al sicológico; cuando-en realidad- éste se toma o se
deja, así de simple.
Esto, por supuesto, está dicho
para la óptica de los creyentes. Los agnósticos y autodenominados ateos, en
todo su derecho optativo, que discrepen o consideren absurdas estas
afirmaciones, dilucídenlas de una forma: lean el registro escrito de la Biblia
y confróntenlas con estos dos puntos de vista dicotómicos a los cuales hemos
hecho mención (una exégesis religiosa-institucional y otra
personal-espiritual).
Si esta idea es demasiado
rupturista con la ontología de cada uno de nosotros, la perspectiva jurídica ha
creado espacios de distensión como la “objeción de conciencia”, para las
personas que valóricamente, o por creencias, no compartan la idea del
matrimonio gay. Así sucede en España, donde este concepto legal suele ser
admitido, siempre y cuando no vaya contra el orden público. Y es que si la
objeción de conciencia ha marchado históricamente con la libertad de credo,
efectivamente también podría hacerlo con la orientación sexual.
Lo recomendable, por cierto, es
dejar de lado los elementos teológicos, filosóficos y axiológicos en torno a
este debate y considerarlo más desde el punto la perspectiva del desarrollo de
la sociología de la familia y los cambios que se han dado en los últimos
decenios, relacionándolos con el principio jurídico de inclusión de derechos,
en el sentido de las garantías que deben gozar todos los ciudadanos presentes
en un Estado. El intento de cambiar el switch en el contenido del debate podría
efectivamente darnos orientaciones más claras que nos alejarían de la perenne
excusa de “no estar preparados para el tema como sociedad”.
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