Tortuosa y traumática sigue
siendo la relación cultural del empresariado con la sociedad chilena. Las
raíces de este permanente conflicto la encontramos en los años setenta, luego
de la ruptura que significó para los empresarios el proceso de apropiación
social que realizó el Estado a inicios de esa década. Las expropiaciones a los
que fueron sometidos dejó un trauma psicosocial en el empresariado nacional, el
cual no ha podido ser diluido ni siquiera por parte el actual modelo económico
extremadamente favorable al sector.
Efectivamente, el hecho de ver
vulnerado el derecho de propiedad en aquellos años ha generado un blindaje
reaccionario en una gran parte de la comunidad empresarial, el cual estuvo
aletargado en los años del laissez faire económico que se instaló en el país
entre 1974 y 1990. Pero la asunción formal de la democracia en 1990 despertó
con mayor fuerza la lógica defensiva del empresariado aunque, en la realidad,
los siguientes veinte años hayan significado para ellos la consolidación del
modelo de economía abierta al comercio exterior y, por lo tanto, un
mejoramiento en el objetivo de las empresas: generar rentabilidad.
La cultura política del reflujo
que se generó partir de 1973 afectó al empresariado y a las organizaciones
sindicales en forma más explícita, siendo una de las causas del escaso desarrollo
de nuevas relaciones laborales acordes como la de otros países. Paralelamente,
el desarrollo de la sociedad civil, cristalizado en nuevas organizaciones de
diversa índole, ha hecho perder la brújula del empresario, confundiendo muchas
demandas reales de la ciudadanía como un ataque directo al derecho de propiedad
con tintes políticos.
A ello se suma la tensa relación
con el afán regulatorio que tomó el Estado en los años noventa, en comparación
al relajo que hubo en los años ochenta en esta materia. Cada vez que se hablaba
de reformas laborales o tributarias, las principales organizaciones
empresariales agrupadas en la Confederación de la Producción y el Comercio han
sacado la voz con un orden discursivo sintetizado en el eslogan: "se están
cambiando las reglas del juego". Esta dinámica comunicacional se acopló
perfectamente con la plataforma discursiva y la operatividad legislativa de la
derecha que terminó distorsionando el espíritu que animó a proyectos de Ley de
este tipo en los últimos veinte años.
El gran fruto que ha dado esta
dependencia política, social y cultural del empresariado es la ideologización
de la empresa que tiende a reducir como una amenaza a cualquier atisbo de
cambio por parte de los demás actores estratégicos de la sociedad (Estado,
sociedad civil, sindicatos, partidos políticos, etc.). La idea de que son
constantemente atacados o puestos en cuestionamiento ha llevado al empresariado
criollo a mantenerse detrás de una línea defensiva que lo lleva a profundizar
sus errores en las relaciones cotidianas con la sociedad.
Ejemplo de ello son las últimas
declaraciones de los empresarios frente a emergencias nacionales como las que
hemos visto este año, primero con el terremoto y ahora con los 33 mineros
atrapados a 700 metros de profundidad.
Luego de que una decena de
edificios colapsaran en sus estructuras por el terremoto de este año, el
presidente de la Cámara Chilena de la Construcción señala que existen edificios
que pueden perfectamente existir inclinados, comparando el caso de los
departamentos con la torre de Pisa. Mientras, con la tragedia minera, los
propietarios de la empresa señalan que probablemente no podrán pagar los
sueldos de los mineros afectados.
Varios elementos se pueden
rescatar de estos comportamientos. El primero apunta a una suerte de torpeza
comunicativa que proviene de la frustración y la impotencia de que estar bajo
el control social de otros estamentos. En términos de inteligencia emocional se
diría que la falta de autodominio hace resaltar lo primero que se nos viene en
mente, en vez de asumir responsabilidades.
De ahí que no sea extraño leer
las disculpas públicas por los comentarios no deseados, pero dichos. Ahora,
tenemos el otro extremo: aquellos empresarios que niegan toda culpabilidad y
disculpas a la sociedad por sus malos manejos administrativos, lo que genera un
mayor sentimiento de reactividad frente a las demandas de las otras partes
sociales. Eso ocurre con los propietarios de la mina San José que después de
dos semanas de aislamiento comunicacional aseveran que no es tiempo de pedir
disculpas.
La casuística se repite se
escarbamos en el tiempo. A inicio del año 2000 una huelga de trabajadores en la
fábrica de bicicletas terminó con un trabajador muerto, frente a lo cual la
empresa encontró la defensa del presidente de la época de Asimet, Pablo Bosch,
quien defendió la obra de sus colegas, sin especificar las responsabilidades de
éstas en el deceso del empleado.
Un caso similar se verificó en
1997, con la llamada crisis de la salmonela que hizo perder a los productores
de huevos una importante cantidad de dinero, lo que encendió la furia del
presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura, Ricardo Ariztía, quien
afirmó que no le interesaban las eventuales casos por enfermedad que podía
producir la situación.
Durante la discusión del royalty
a la minería, en el 2001, el gran empresariado agrupado en la CPC nuevamente
cayó en la línea argumentativa de los "cambios a la regla del juego"
y de la "desconfianza" al afán regulador y fiscalizador del Estado. Tanto
así, que en aquél período el presidente de la CPC (de nuevo Ricardo Ariztía)
encaró al entonces Presidente de la República, Ricardo Lagos, con la siguiente
frase: "déjenos trabajar tranquilos".
El reciente proceso de relaciones
entre el empresariado y la sociedad, de este modo, se nutre de recíprocas
desconfianzas, lo que es peor en el caso empresarial puesto que la desconfianza
se instaló en las profundidades de sus representaciones sociales. Ello tiene un
paradójico efecto, ya que con estos dispositivos discursivos el gran
empresariado contribuye a instalar un mal precedente para los pequeños y micro
empresarios que se integran al mercado. Ello redunda en los bajos niveles de
capital social existente en la economía chilena.
Este también es un factor explicativo
del particular estancamiento de la Responsabilidad Social de Empresa (RSE) en
Chile, comparado con los avances que han logrado en estos temas las compañías
privadas en otros países. Lo que en otras partes es un modelo sistemático de
gestión para innovar en las prácticas empresariales en el mediano y largo
plazo, aquí es reducido a la figura de una filantropía difusa y de un marketing
cortoplacista.
Si bien la cúpula empresarial
intentó modificar su actitud de extrema defensa en lo que percibían siempre
como un ataque hacia un empeño más colaborativo con las autoridades -que se
cristalizó en las llamadas Agenda de Crecimiento-, lo cierto es que tales
iniciativas parece que fueron partes de un paréntesis estratégico, toda vez que
persisten las misma reacciones frente a problemas particulares con los demás
actores sociales.
La estrategia defensiva
reaccionaria (en su amplio sentido y no en su acepción política) no ha podido
ser despejada en el empresariado, pese a la variada oferta de consultoras comunicacionales
destinadas a superar situaciones críticas, manejo ante los Mass Media y otras
asesorías.
Dentro de este tipo de
estrategia, identificamos la táctica del victimismo que apunta a culpar a los
demás por los problemas puntuales, desligándose de toda responsabilidad. Esto
es lo que justamente hace la minera San José por estos días, al señalar que no
tienen dinero para pagarle a los mismos mineros atrapados, debido a que no hay
flujo de caja, con lo cual se busca que sea el mismo gobierno el que se haga
cargo de la situación social.
Esta actitud en una parte del
empresariado se sustenta en el principio de subsidiariedad del Estado, donde se
persigue que el sector público se encargue de minimizas las externalidades
negativas del negocio, mientras que las rentabilidades producidas se
privatizan.
El famoso argumento del cambio en
las reglas del juego no es compatible con la lógica de la acción pública y la
deontología del Estado. Los gobiernos son elegidos justamente para cumplir la
supuesta misión de corregir las inequidades e ineficiencias en la sociedad con
el propósito de aumentar el bienestar de la población. Y esto es algo que aún
no entiende una parte de nuestro empresariado: los procesos de desarrollo
económico dinámicos implican un cambio de condiciones cada cierto tiempo.
Lo que realmente sucede es que
este mismo segmento de empresarios piensa que se debe volver a la situación de
laissez faire radical que se aplicó en los ochenta -con la menor cantidad de
regulaciones posibles- o retornar a una situación más parecida ahora que la
derecha administra el Estado.
Sin embargo, el desarrollo de la
sociedad civil aún es asociado como un adversario dentro del sector. En los
últimos diez años se aprecia un resurgimiento de la idea de comunidad por parte
de las diferentes asociaciones civiles en diversos ámbitos, desde los
consumidores, ambientalistas y animalistas, hasta las agrupaciones de economía
solidaria y del comercio justo. La complejización de este panorama es lo que
aún confunde a las empresas en su conjunto, pese a las excepciones de algunos
empresarios más innovadores que han decidido el contacto metodológico con las
comunidades.
La actitud de defensas erradas
por parte del empresariado nace por este desconocimiento de lo que es la
sociedad civil en estos momentos en el país. Dicha estrategia es tan extrema
como aquél otro orden discursivo anti empresarial y anticapitalista: Ambos
polos siguen estructuras discursivas similares en cuanto a la preeminencia de
slogans y al desconocimiento radical de un tejido social diverso entre sí.
Es necesario superar etapas. Si
la tautología del mercado avanza es justamente por la intercambio de acciones
entre Estado, empresas, consumidores y sociedad. Para ello recomendamos la
lectura del estudio "La cultura del empresariado moderno" -disponible
en la biblioteca del Centro de Estudios Públicos (CEP)-, para comprender el por
qué se generan estas confusiones y errores en la relación entre los empresarios
y la sociedad.
En esta obra de Brigitte Berger,
se plantea la idea central de que la cultura es el conductor y el empresariado
es el catalizador. Parece que pocos empresarios se han embutido de este ensayo
donde se sostienen otros elementos destacables, como el hecho de que la
modernización no debe ser considerada mecánicamente como el producto del desarrollo
económico, sino como el modo de conducta y pensamiento de la sociedad.
"Más aún, de este modo los
individuos corrientes, en sus actividades cotidianas, en sus costumbres,
prácticas e ideas, crean la base para que surjan otras instituciones claramente
modernas que puedan mediar entre ellos y las grandes y distantes estructuras de
la sociedad", explica acertadamente Berger.
Aquí también nos topamos con el
hecho de que muchos empresarios se han acoplado ciegamente a la ortodoxia
económica monetarista, que niega el componente social de la ciencia económica.
Si el maestro es ciego, él y su discípulo caen en el hoyo, decía Jesucristo.
El argumento de que son las
empresas las encargadas exclusivas de generar riqueza en la comunidad está
equivocado, no toma en cuenta el enfoque cultural de las capacidades
empresariales que nos habla de un crecimiento económico que se desarrolla desde
abajo, a partir del esfuerzo de los individuos para alcanzar metas (sin el
contenido ideológico-político que ha manipulado la izquierda radical con la
categoría de los trabajadores).
Si llegarán a surgir nuevas
perspectivas en el segmento del empresariado más refractario a los últimos
cambios de la sociedad -como aceptar la perspectiva sociológica de las
comunidades son un tejido de significados compartidos y no una simple
segmentación socioeconómica estructurada en función del consumo- podríamos
dejar de ver, leer y/o escuchar declaraciones empresariales erradas y no
atingentes a las necesidades de la sociedad actual.
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