La noción de Opinión Pública respecto al concepto de
Industria Cultural se basa en supuestos positivistas que tienden a obviar los
antecedentes históricos y sociopolíticos que ayudaron al surgimiento del
término en su acepción moderna. La anterior idea de Opinión Pública, como una
instancia racionalizadora del dominio político, adquirió nuevos elementos que
han sido aportados principalmente por una demanda masiva de bienes culturales o
simbólicos.
La transmisión y distribución de sentidos que sostiene el campo
cultural se ha insertado al interior d la vida cotidiana, produciendo una reformulación en los contenidos que
constituían el espacio público pre moderno o representativo, como lo plantea
Habermas. En estos tiempos, es posible agregar el conjunto de inquietudes que
nacen en el sentido común con el objetivo de crear un orden discursivo que
canalicen, de forma óptima, las instancias ideológicas-comunicativas que la
sociedad política desea controlar.
Este consenso entre Estado y sociedad civil se refuerza a
través de una oferta cultural que se basa en condiciones materiales o técnicas
de reproducción, atenuando los potenciales conflictos sociales, ya que se
produce una integración de la comunidad en el espacio público. Por otro lado,
la consolidación de nuevas formas de lenguaje social, como medio audiovisuales,
internet y las redes 2.0, tienden a sostener la alienación de la interacción
humana; el hombre se repliega a sí mismo mediante una incorporación de sentidos
que tiende a reafirmar excesivamente su subjetividad, aislándose de una
realidad social más compleja e interactiva entre sí, lo que supera al uso de
las redes sociales para congregar a individuos en torno a ciertos objetivos o
actividades.
La reproductibilidad de los medios de difusión cultural constituye,
de este modo, una amenaza de facto para la identificación y autoafirmación.
Deja al margen el proceso de recogimiento del sujeto respecto al objeto que se
le presenta, por lo que la búsqueda de disipación genera conformismos pasivos
que caen en la apatía y en el nihilismo colectivo. La capacidad de reflexión
sistemática y crítica se repliega ante las posibilidades de realización que
exhibe el consumo. Y es precisamente dicho consumo el que es captado por la
clase política que, así, orienta los mecanismos de integración y participación
del ciudadano para conducir sus demandas, reafirmando el control de las élites.
La dinámica en la relación del Estado con la sociedad civil
y su sentido común, instala una promoción de bienes materiales y simbólicos que
legitiman el control público de la ciudadanía, puesto que sus necesidades de
existencia son subsanadas a través de una articulación racional entre el Estado
y el campo cultural específicamente en el tejido de instituciones encargadas de
producir y distribuir bienes culturales de consumo masivo. Aquí se desprende el
predominio de lo cuantitativo en la conformación del espacio público; la
calidad de los mensajes son internalizadas en forma restringida, la
instauración de hechos medibles a través de cifras impiden a la conciencia
establecer canales de difusión susceptibles de ser tomados en cuenta por la
administración de las superestructuras.
Esto lleva a que una de las nociones de Opinión Pública se
encuadra en una base que solidifica el rol de un campo cultural con las
orientaciones de control público que establece el poder político.
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