La idea de que la revolución es un “imperativo moral”,
aducida por una parte del discurso de la ortodoxia comunista, no deja de ser
contradictoria, considerando que el marxismo se auto cataloga como la cumbre
alcanzada por la filosofía materialista. Sin embargo, con la idea del
imperativo, muchos de los “revolucionarios” no hacen más que caer en el juego
moral kantiano, lo que es pulverizado por Nietzsche en su crítica a la razón
moderna. No nos olvidemos que el filólogo alemán calificó a Kant como “la decadencia
en términos filosóficos”.
En la cultura de izquierda se da esta notable tensión entre
sus diversas tendencias, las que se pueden sintetizar en un grupo que se auto
identifica como portador de la genuina tradición ontológica de la izquierda y
que ataca a los sectores que han optado por la heterodoxia. La idea de la
“consecuencia” apunta sus dardos a los “renovados”, quienes son considerados
por el primer grupo como apóstatas. Subyace aquí la aspiración de una pureza
que debe denunciar, “funar”, advertir o luchar contra el revisionismo.
Algo de esto nos plantea Martín Hopenhayn en su libro “Después
del Nihilismo de Nietzsche a Foucault”, al mencionar el concepto nietzscheano
del ideal ascético, que se seculariza en el avance de la razón moderna.
“Nietzsche cree reconocer en la mistificación de la misión histórica del
revolucionario moderno una nueva forma de ideal ascético. Atado a su causa
infinita, el revolucionario moderno parece –y perece- tributario de la matriz
ascética”.
Contrariamente a lo que piensa el sentido común, la razón
moderna no terminó con el ideal ascético inherente a la idea religiosa. Hopenhayn
sostiene que este tipo de ascetismo persiste en el discurso, la cultura y la subjetividad.
“En estos discursos encarnados de liberación se perpetúa la ideología como
prédica, el redentorismo y la negación del carácter del sujeto”.
La moral se mantiene, cambiando de ropa, pero no su esencia,
siempre a la espera de que el hombre logre un escalafón más alto en este campo,
que se pueda llegar a un estadio superior, en una tarea que se concentra en el
imperativo, en la obligación “de ser como”, aunque esto abre paso al dominio de
la razón, ya sea metafísica o mundana.
“El Iluminismo y la Revolución no superan sino que refuerzan
el providencialismo y redentorismo histórico: siempre queda un tribunal supremo
escondido bajo los cimientos de la historia, y siempre este tribunal guía
nuestros pasos, juzga nuestras acciones y decide sobre nuestro acceso al
paraíso perdido”, indica Hopenhayn.
La idea revolucionaria, por muy “materialista” que busque
autodefinirse, es análoga al principio kantiano de aspirar a la instalación de
una moral universal, como un mandato de aceptación general para todos. Ese es
justamente el principio que aún repiten algunos bajo la influencia del discurso
marxista: La revolución es un imperativo moral, como lo decía Kant (“obra de
tal modo que la máxima de tu voluntad pueda convertirse en ley universal”).
La sujeción de la moral al racionalismo moderno también se
verifica en la afirmación de algunos marxistas latinoamericanos en cuanto a que
su discurso es “científico”, lo que supone la “inexorabilidad” de la
“revolución”, tarde o temprano. Esto testifica el carácter mesiánico, el ideal
de una esperanza única y fija, lo que se opone a la apertura de múltiples vías,
las que son catalogadas como “revisionistas” o “vendidas” por la ortodoxia.
El marxismo, por más que busque diferenciarse de la razón
kantiana, tiene más de un punto de encuentro con ella, ya que Kant buscaba limitar
la moral a un “único mandato universal de validez para todos, y cuya
formulación sea tan formal que permita aplicarse universalmente”. La
aproximación a ese sistema formal se traduce en lo que el materialismo
histórico y dialéctico que aún insiste en ser catalogado como un elemento
clarificador de todas las verdades escondidas bajo la superficie de la “infraestructura
económica”.
Podemos concluir sucintamente que no se produce una
separación de aguas entre la subjetividad de la ortodoxia marxista con la gaya
ciencia que criticaba Nietzsche, por lo que se mantienen las dificultades de
entender las complejidades y multiplicidades de malestar cultural, expresado en
formas de nihilismo que todavía son confundidos con la monolítica idea marxista
del proceso de toma de conciencia.
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