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viernes, 22 de julio de 2016

El laberinto sin salida de la ilustración en el liberalismo y socialismo extremo

El deseo principal del liberalismo más ortodoxo es terminar con el Estado, al que equiparan como la fuente de todos los males que afectan al hombre. Su raciocinio es que la opresión nace de los gobiernos, en cuyo interior se desarrollan grupos de intereses y un complejo burocrático que restringe la libertad individual.
Si bien en lo medular el principio de libertad es compartido como un elemento de sentido común, lo cierto es que la pretensión de un liberalismo puro, aséptico, libre de toda infección proveniente de otras doctrinas, choca contra el muro de las necesarias aperturas que requieren las ideas para el desarrollo de una sociedad. El liberalismo extremo es un hijo de la ilustración, por lo que tiene una serie de coincidencias con las versiones más extremas del socialismo, sobretodo el "científico" elaborado por Marx. Tanto para el liberalismo como para el socialismo ortodoxo no existen medidas que tiendan al equilibrio entre posiciones contrarias. No existe la síntesis dialéctica hegeliana: es el todo o nada. Unos por la desaparición completa del Estado y otros por su entronización.
Estas posturas dogmáticas son las que identifican al Estado y al capital, como la fuente de todo mal, atribuyéndoles un carácter casi sobrenatural. Por ende, el liberalismo extremo tiende a creer que la desaparición del Estado significará la liberalización de todas las fuerzas ahogadas del hombre, algo equivalente a la instauración del reino de la felicidad que profetizaba Marx con el fin del capitalismo.
La idea de que el fin del Estado significará una "plena" libertad, permitiendo que se abra la fuente del círculo virtuoso. Sin embargo, el liberalismo no considera la existencia de otras organizaciones de poder que también se basan en la coacción, como lo son las grandes corporaciones privadas que también tienen estructuras burocráticas, tan molestas como las del Estado. Para el liberalismo extremo, la existencia de organizaciones de poder privadas no son más que la consecuencia de la existencia del Estado, con lo que supone su desaparición cuando se termine el aparato público. En otras palabras el liberalismo sostiene que el fin de Estado significaría la desaparición del la coacción y el abuso de un individuo a otro.
Esta es la idea rousseauniana de la eterna bondad del hombre, que fue sacudida y contaminada por la opresión de los gobernantes, no considerando las relaciones productivas que establecen los hombres entre sí a partir de la fuerza. Sería difícil oponerse a la idea de que la libertad efectivamente acerca al hombre a la perfección,  porque este axioma está en lo cierto, pero la pretensión extremista del liberalismo de promulgar el automatismo de que terminado el Estado se acceda a una fase de desarrollo perfecto del individuo tiende a la distorsión . Esta eyaculación libertaria del individuo por tautología (porque sí o sí) no considera el carácter utópico, ni tampoco el papel de la mediación social, la de la intersubjetividad entre los individuos. El liberalismo radical no toma en cuenta la capacidad de los hombres acordar o imponer a otros el surgimiento de una organización de poder para establecer un mínimo orden social, al estilo que plantea Robert Nozick en su obra "Anarquía, Estado y Utopia" a través de las "asociaciones de protección mutua", las que no se pueden desarrollar por la acción del Estado y de las grandes organizaciones económicas privadas que defiende el propio liberalismo.
¿Acaso el fin del Estado que propugna el liberalismo ortodoxo no se asemeja a la idea del materialismo dialéctico, de que la muerte de las relaciones sociales, que impone en este caso el poder estatal , dará espacio a una nueva clase de conciencia, de basada en la libertad individual? Ambas posturas llegan a una conclusión parecida, aunque con armados teóricos distintos, por lo que detrás de ellas se aprecia el aferramiento a matrices demasiado abstractas, pese a que en este sentido el liberalismo está mejor parado que el socialismo de Marx, pues este último forzó una propuesta teórica más reduccionista para desmarcarse del iusnaturalismo liberal.
El pensamiento tributario a la ilustración del liberalismo puro también considera que toda crítica a estas ideas significa estar automáticamente en el lado opuesto y, por lo tanto, ser un "enemigo" de la libertad, al igual que hacen los autodenominados seguidores del "socialismo científico" con sus detractores, quienes son catalogados de "vendidos al capital". Esto también explica la tendencia al propagandismo de ambas doctrinas para sobrevivir en el cuerpo social, por lo que cabe preguntarse si el afán de la libertad, planteado en un modo tan abstracto, no escondería el germen un totalitarismo, como actualmente lo hacen algunas organizaciones de poder privadas que operan coactivamente en el nombre de la "libertad".
Los liberales acérrimos podrían responder a esta afirmacion, apelando al alcance que tiene la justicia iusnaturalista para los derechos de propiedad, el principio de no agresión, la capacidad volitiva del hombre y otros valores que dicen defender, pero que su materialización no ha estado a la orden del día en la historia. En el principio de no agresión también se impone la violencia de organizaciones de poder que ahora se escudan en el liberalismo y que en un momento histórico se apoderaron de los derechos de propiedad de otros grupos que no tuvieron la fuerza necesaria para defenderlos, Ahí estuvo el Estado a merced de los privados para detonar este constructo histórico que el liberalismo tampoco considera, pero que en definitiva interfiere en las propias decisiones individuales en un orden mercantilizado hegemonizado por organizaciones de poder privadas que utilizan al Estado.
La ética del liberalismo extremista es difusa, por más que tenga una declaración de principios, pues no tiene un correlato con el construccionismo vigente hasta ahora. Ha sido tan mal aplicada que ha abierto la puerta para la negación del principio de no agresión, siendo este uno de sus puntos ciegos, por más que se diga que los privados que ejecutan una coacción sobre otros no son liberales. En este sentido el liberalismo, al igual que el autoproclamado socialismo científico, se identifica con las características del fenómeno religioso: cada desviación de sus principios declarados es considerada como una apostasía que se reniega, pero en la práctica no surge una alternativa que efectivamente revierta la situación que provoca la coacción, el abuso y la opresión que se aplica desde otras instancias diferentes al Estado.
La falta de flexibilidad de ambas doctrinas responde a su negativa de encontrar espacios de equilibrio, de eventuales encuentros entre los pliegues de cada campo de saber entre sí. Abrirse a la dialéctica hegeliana es una tarea desechada por el extremismo liberal y del cientificismo socialista, derivado en la afirmación del Estado como una panacea, siendo esta una de las causas para no encontrar la salida del laberinto de la ilustración.

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