La foto de Bastián Arriagada, un
muchacho de 22 años, que terminó perdiendo su vida en un recinto penitenciario
atiborrado, es el símbolo de las arbitrariedades del poder que nos rodea desde
la cuna hasta el ataúd. Su fotografía de prontuario denota tristeza, la
resignación de ser parte de una realidad punitiva por traficar mercadería en el
circuito informal de la economía. Decisiones cotidianas en Chile, donde la
informalidad se transforma en una vía de escape frente a los bajos salarios del
mercado laboral para los no cualificados. Su expresión es la de sentir que no
debía estar ahí, frente a una cámara que los clasificaba como reo por 61 días
en la cárcel de San Miguel, donde moriría junto a otros 81 internos.
En este caso hablamos de una
víctima de los avatares del no hacer con los cuales opera el poder público en
nuestro país a la hora de implementar políticas públicas. Que quede claro que
no hablamos de la visión simplista y superficial que define al poder como algo
que proviene de una fuente estática e institucional, sino que hablaremos del
poder como lo qué es realmente: una omnipresencia que se mueve en todos los
niveles.
Los resultados de estas
prácticas, eso sí, mayoritariamente perjudican a quienes caen en el juego
estratégico de exclusiones que viene realizando metódicamente el poder desde
hace unos 240 años. La vida truncada de Bastián recae en las deficiencias de
una política carcelaria incapaz de diferenciar los espacios entre primerizos y
reincidentes, incapaz de clasificar a las personas por el delito que han
realizado de acuerdo a los ambientes y dinámicas criminógenas que se
desarrollan al interior de estos recintos. En el fondo, el objetivo de punición
del Estado no se genera a causa del formalismo jurídico de encarcelar a quienes
delinquen, para disminuir los riesgos de la seguridad ciudadana hacia quienes
no delinquen, sino que responde a una lógica de contención que termina
profundizando la reproducción de ambientes disfuncionales entre la población
afectada.
Como es la fuerza de la
costumbre, en las discusiones públicas en el país, la tragedia de la cárcel de
San Miguel vive su semana de pulsión informativa: las primeras 24 horas está en
boca de todos; cada uno de nosotros busca su parcelita de poder, en el 2.0, con
sus comentarios para decir su franca percepción de los hechos o para intentar
influir en los demás. Pasadas las 48 horas, el embudo de la inmediatez cercena
el número de individuos. Aquí entran en juego los saberes narrativos de las
columnas y notas que pretenden adentrarse en la reflexión, tomando el suceso
desde múltiples aristas.
Esto es algo normal en estos
tiempos de fragmentación de subjetividades y de relatos. La heterogeneidad, sin
embargo, algunas veces, se diluye bajo la empecinada forma conservadora de
analizar los hechos: De una parte, la derecha que apunta a la visión
cortoplacista y cuantitativa de aumentar el número de cárceles como la gran
respuesta para evitar que se repita este tipo de tragedia, sin considerar –para
variar- que más recintos es sinónimo de más reclusos y, por ende, de más hacinamiento.
Es la misma clase de racionalidad que publicita cuando se refiere al empleo: lo
importante es que los números y las cuantificaciones den la sensación de un
problema resuelto, sin importar cómo se mueve el magma por debajo.
Al otro extremo, se encuentran
las posturas superficiales y delirantes-hilarantes que afirman que todo preso
es político en el sentido de que todas las personas que se encuentran recluidas
en estos espacios son víctimas de la sociedad, sin considerar otras
complejidades psicopatológicas existentes -y que no necesariamente encuentran
la respuesta en el discurso de la contra psicología-, especialmente para los
casos más graves de individuos con psicopatías permanentes, los cuales deben
esbozar una leve sonrisa de satisfacción si leen a otros que les llaman
víctimas por haber violado, asesinado o infringido un daño físico o psicológico
grave a otra(s) persona(s), tan portadora de derechos y deberes como él mismo
en una sociedad. El problema es que, si se acepta la tesis básica de que los
victimarios son las reales víctimas del sistema de organización socioeconómica
que vivimos, entonces excluimos o dejamos en un segundo plano a las víctimas
reales de los delitos como sujetos de derecho que también buscan justicia. La
imaginación da para mucho en el momento de pensar cuál sería la respuesta de
una persona común y corriente que ha sido robada, o violada o que le han
asesinado a un cercano, se la respuesta es que el capitalismo es el gran
culpable de lo que ha experimentado.
La hoguera de las confusiones que
pregonan ciertas posturas en los extremos de la discusión social no hace más
que perder el foco preciso de las eventuales respuestas para prevenir y evitar
tragedias como éstas. Claro que hay algo certero en todo esto: la responsabilidad
y la culpa de estos hechos recae en el poder organizado, en la clase política
en general, por no tener una estrategia de prevención real en todo lo que se
refiere a la rehabilitación y reinserción de los individuos que son parte de la
población penal.
Si. Los conceptos de población,
delincuentes, detenidos, antisociales, aislados, etc. hacen referencia al tipo
de racionalidad política (en su sentido amplio) que se instala en occidente a
fines del siglo XVIII y que la obra de Foucault identifica como la transición
desde las sociedades de disciplinamiento a las sociedades de control social, a
través de la continua intervención de ciertos tipos de poder en los procesos
vitales de los individuos, formando una economía política de los cuerpos, los
cuales son clasificados, segmentados y calificados por una instancia que los
dispone en espacios segregados para facilitar el control social.
El término de biopolítica que se
le ha otorgado a este enfoque permite entender de mejor modo cómo funciona el
poder dentro de la práctica punitiva de la cárcel. Cuando Foucault habla de las
sociedades del disciplinamiento pensaba justamente en una puesta en escena
arquitectónica de la cárcel que es el producto de una tecnología de saber y de
poder racionalizado donde nada se dejaba al azar. El poder no debe entenderse
como algo estático que opera exclusivamente desde una institución determinada.
Esto significa simplificar las complejidades de la realidad. Si queremos
comprender cómo funciona el poder en estos recintos carcelarios en Chile
debemos partir de la base de sus elementos característicos identificados por
Foucault:
-Relaciones estratégicas
dinámicas entre los mismos reclusos que se manifiestan en códigos que regulan
el grado de violencia aplicada (la pelea que da origen al incendio, según la
versión oficial); estas mismas relaciones precisas se dan entre los reclusos y
los gendarmes, quienes están tan encerrados como ellos, compartiendo estos
espacios de control social.
-La lógica del más fuerte, por
los recursos a disposición, juega a favor de los representantes del Estado en
estos lugares que abusan de sus contraparte o que realizan relaciones de poder
recíprocas (en la compra venta de bienes y el tráfico que se genera en todo los
recintos del mundo entre los vigilantes y los vigilados). El carácter de estas
relaciones asimétricas también es un factor que explica la tragedia,
especialmente por la desidia del personal presente por no haber reaccionado y
controlado el juego. Lo más probable es que hayan dejado correr la situación,
sin intervenir, debido a la lógica de premios y castigos que establecen con los
vigilados, sobre todo la segunda.
-El poder, al tener una
materialización siempre móvil y flexible en las relaciones entre los hombres,
juega con el hacer y no hacer. En este caso, la ineficiencia y la inercia de
las políticas penitenciarias (este último concepto proviene del
disciplinamiento del poder pastoral católico pos tridentino, el cual es
asociado directamente a la idea de castigo) muestran la prioridad de observar
la realidad presidaria desde el exclusivo punto de vista de la contención.
-El tipo de poder que opera en
los espacios carcelarios opta por la indiferencia en todo sentido: desde la
preocupación de los vigilados, pasando por la omisión de separar a los reclusos
en distintos ambientes, hasta la inoperancia para otorgar mejores condiciones
de vida a los reclusos, quienes continúan siendo sujetos de derecho, por más
que sea limitado por los espacios punitivos.
Lamentablemente, bajo la mirada
de la racionalidad política, el poder carcelario no se preocupa, por lo
general, de crear otras condiciones. Desde los recintos de los tiempos
soviéticos ubicados en Siberia hasta las precarias cárceles latinoamericanas,
se delimitan los espacios físicos solamente para recordarles a quienes caen en
ellos del carácter punitivo que conllevan ciertas acciones de no inclusión a
los espacios delimitados por quienes hegemonizan y manipulan el poder. Esto es
un punto cardinal en el estudio que Foucault realiza y que también fue abordado
por Marx y Engels en su ensayo histórico acerca de “La acumulación originaria
del capital”. En que revisaron las leyes europeas del siglo XVII que castigaban
físicamente a los vagabundos por no trabajar, enviándolos a cárceles y,
posteriormente, a trasquilar ovejas para la producción textil.
Así era entendido el reciclaje funcional
en aquellos tiempos, al igual que en la Inglaterra de Oliver Twist. Sin
embargo, actualmente, existen pocas experiencias reales de “reciclaje” que
hayan dado frutos en el mundo, los casos triunfantes de personas que salen
adelante desde dentro hacia la “normalidad” de afuera es por el esfuerzo
individual. Porque, de lo contrario, no existirían individuos que cambian sus
vidas desde dentro hacia afuera, una vez que salen, por mucho que les pese a
quienes de seguro confunden esto con una “visión individualista del
capitalismo”. Y aquí es donde entran a operar otras clases de poderes más
subjetivos y difíciles de clasificar.
La gran industria manufacturera
de la criminalidad se encuentra dentro de estos espacios, de aquí nacen los
códigos que dan vida a las prácticas de legitimación de la delincuencia. Y esto
va derribando nuevas piezas de dominó en el campo del poder. Es cierto el
análisis que enfoca la permanencia de la lógica de contención existente en las
prisiones, con una cierta economía política que rinde frutos al control social.
A medida que aumenta la tasa de delincuencia, lo mismo sucede con los crímenes
y la sensación de miedo que ello genera en las personas que no optaron por
robar, asesinar o violentar a otro semejante. Tal como vemos en nuestro país,
este dispositivo ha generado una mayor aceptación del sentido común hacia el
control policial, en un orden discursivo creado por la derecha y reproducido
por los gobiernos desde 1990 hasta ahora.
La dinámica de las exclusiones e
inclusiones gestionadas por grupos que funcionan en torno a sus prácticas de
poder también forman parte de este enfoque biopolítico, bajo el análisis de la
filosofía italiana. Si. El caso del joven que se encontraba recluido por practicar
la informalidad económica de la piratería comercial es el ejemplo más idóneo de
la lógica de poder que define quién debe formar parte de la inmunidad dentro de
la comunidad y quién no. La tipificación del delito por infracción a la
propiedad intelectual que deja a las personas en estos espacios de inercia y
condena social para el propio individuo recae mil veces en este rasgo del
poder.
Así como el poder opera en todos
los niveles, su contraparte entrópica e institucionalizada también lo hace (la
economía política de la criminalidad), sólo que aquella que se hace desde y en
las cúpulas de control queda eximida del régimen de veracidad y normativo que
el mismo control produce (inmunitas, como dice Antony Negri). Lamentablemente,
el control social que ejerce poder, en sus relaciones estratégicas, el que
segmenta la delincuencia en una lógica de incluidos (se crean hasta imperios de
criminalidad) y excluidos que terminan hacinados en las cárceles.
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