La genealogía del fascismo es de
izquierda, aunque les pese a aquellos que dogmáticamente tienden a encasillarse en una
posición ideológico-cultural cerrada y reduccionista, ya sea de "izquierda" o "derecha". No se debe olvidar que,
al hablar del fascismo, nos remitimos directamente a la experiencia italiana,
siendo un factor que no se puede desdeñar a la hora de analizar este fenómeno
político que con el tiempo se ha instalado en el campo cultural, aunque también
les pese a los termocéfalos, quienes catalogan a todo lo que se opone a su pensamiento, como "fascista".
El fascismo nació en Italia, como
una expresión de socialismo, una forma de socialismo y autoritarismo, derivada
del paso de Mussolini en el Partido Socialista previo a la Primera Guerra
Mundial. Posteriormente, incorporó en sus estatutos un fuerte componente “anticapitalista”
y de combate al liberalismo, además de promulgar un fuerte rol ordenador del Estado en la sociedad, con una severa crítica al papel del sistema financiero privado, proponiendo la socialización de los medios de producción y un control administrativo comunitario o estatal, como actualmente lo propugnan los grupos
autodenominados de izquierda antisistémica, quienes ignoran o intencionalmente omiten que el fascismo es una doctrina que no nació en el espectro cultural de la "derecha".
El problema principal surgió en
los años 40 del siglo XX, cuando la propaganda de la Unión Soviética catalogó
de “fascismo” al régimen nazi de Hitler, quien tomó los aspectos simbólicos y
la puesta en escena del movimiento de masas del fascismo italiano.
Aquí está el origen de la simplificación que
ha llevado a los grupos reduccionista de izquierda a catalogar a todo lo que se
opone a su pensamiento, como “fascista”, llegando a señalar en sus eslóganes, que el fascismo es la expresión de
la “burguesía asustada”, en circunstancias de que la genuina expresión del
fascismo italiano se planteó en abierta oposición a la burguesía privada,
instalando la idea del Estado paternalista para enfrentarla.
Incluso, se equipara el término “neoliberal”
(que es otro abstraccionismo simplista) con el fascismo, al igual que a los
regímenes teocráticos del Islam, que fueron víctimas de la propaganda de George
W. Bush.
Puestas así las cosas, para un
espectro cultural de personas que se hacen llamar “de izquierda”, casi todo es “fascista”:
Desde las posiciones del liberalismo, incluyendo al jacobista, pasando por la
socialdemocracia, hasta la escuela económica austriaca, el monetarismo y el
mismo keynesianismo. No por nada en los círculos de "izquierda antisistémica" se señala que las crisis económicas internacionales son una creación del "fascismo".
Un intento clarificatorio de la
manipulación que sufrió el concepto del fascismo fue hecho por Luis Maira en
los años 80, con su obra “Las dictaduras militares de América Latina”, donde
compara las características del Estado fascista de Europa entre 1922 y 1945,
con los rasgos de las dictaduras militares latinoamericanas que se registraron
desde los años 60 en la zona, a partir del concepto de la seguridad nacional,
encontrando varias diferencias que alejan la tendencia propagandísticas de
equiparar todo bajo la calificación de “fascismo”.
“En todo este debate se fue
estableciendo una clara diferenciación entre las manifestaciones autoritarias
europeas –principalmente el bonapartismo y el fascismo- y las variables
autóctonas del continente. Si bien las primeras resultaban muy útiles para
lograr una perspectiva comparada y para asumir un marco teórico general
relativo a las características comunes de todo Estado de excepción, lo cierto
es que las particularidades dictatoriales de América Latina, brotaban del
suelo, es decir, del perfil mismo de los conflictos locales, y se vinculaban a
los rasgos más específicos de la historia política de estos países, al proceso
de constitución y organización del
Estado nacional, a las relaciones entre las formas políticas y la actividad
productiva y a la misma constitución de las clases y grupos sociales
latinoamericanos”, señala Maira en su ensayo.
El uso propagandístico del
término “fascista” se diluyó como un concepto del sentido común, una idea
totalitaria que tiende a entronizar el binomio amigo-enemigo. Pero también es
el reflejo de la ignorancia a priori, una idea preconcebida, simplista que no
resiste un mayor análisis cuando cae en un uso masivo y cotidiano que, a la
vez, esconde las pretensiones acomodaticias y por conveniencia por parte de los
usuarios del término.
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