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martes, 29 de noviembre de 2016

Culto a la personalidad y fetichismo político como articulador de subjetividades

El fenómeno del fetichismo, entendido como una admiración exagerada a una persona que lleva al culto a la personalidad o a la imagen, es uno de los aspectos de la antropología política que se relacionan con la influencia del carisma en el desarrollo de las estructuras de poder, en la cual interactúan comportamientos, instituciones y sistemas simbólicos en torno a una figura que -desde la óptica weberiana- supone la probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos.
La imagen del líder político como un elemento de cohesión es un elemento inmanente desde la antigüedad, en que la figura del líder era asociada con la razón metafísica de ser el representante de los dioses, de un poder superior, el que después se adaptó a la visión monoteísta del judeo-cristianismo con la figura del rey soberano, de la cual emana el derecho natural como fuente de autoritarismo.
Es así como, a partir de esta idea del contrato de sujeción social, representado en el Leviatán, desde la modernidad es posible identificar el fetichismo o culto a la persona preferentemente en el autoritarismo, donde la figura del líder, como un supuesto representante de un sistema de gobierno con una concepción particular de la sociedad, cobra un rol preponderante en la formación de las instituciones y en la relación entre la sociedad política y la sociedad civil, siendo parte también de la configuración ideológica de los adeptos a este tipo de regímenes.
La irrupción del totalitarismo moderno, expresado en los regímenes fascistas y comunistas que llegan al poder a través de la violencia organizada, formó el terreno para el desarrollo del fetichismo hacia el líder político, lo cual también se ha ramificado a los sistemas de gobierno liberales a través de mecanismos más sutiles, sin contar a los llamados regímenes populistas que se inspiraron en el fascismo y en el comunismo del siglo XX como una alternativa al desarrollo capitalista, siendo el caso del peronismo.
El concepto de "culto a la personalidad" fue instituido por el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, Nikita Jrushchov, al denunciar los crímenes de Stalin, en el XX Congreso del PCUS, con lo que el término sería definido en el diccionario soviético de filosofía: "Ciega inclinación ante la autoridad de algún personaje, ponderación excesiva de sus méritos reales, conversión del nombre de una personalidad histórica en un fetiche. La base teórica del culto a la personalidad radica en la concepción idealista de la historia, según la cual el curso de esta última no es determinado por la acción de las masas del pueblo, sino por los deseos y la voluntad de los grandes hombres (caudillos militares, héroes, ideólogos destacados, etc). Es propio de diversas escuelas idealistas atribuir un valor absoluto al papel de las personalidades eminentes de la historia (Voluntarismo, Carlyle, Jóvenes hegelianos, Populismo)".
Entronizar el culto a la personalidad como un dispositivo de dominio ha sido un elemento común de las formas autoritarias de gobierno, más allá de los fines con que se han materializado estos regímenes. Así, el fetichismo hacia la figura del líder del proceso político se volvió una realidad en la Unión Soviética con la omnipresente iconografía alusiva a Lenin y Stalin; China (Mao Tse Tung); Vietnam (Ho Chi Minh); Corea del Norte (Kim il Sung); Cuba (Che Guevara), al igual que en el régimen fascista italiano (Mussolini); nacional socialista alemán (Hitler) y posteriormente en otras formas de gobierno más moderadas, pero con un discurso nacionalista-popular como en Argentina (Perón); Libia (Kadaffi); Irak (Hussein); Irán (Khomeini); Venezuela (Chávez), además de los regímenes africanos de la década de los 60y 80 del siglo XX.
Hannah Arendt, en su obra "Los Orígenes del Totalitarismo", menciona el concepto del principio del jefe, el cual sintoniza con los postulados del culto a la personalidad: "Dar una autoridad determinada y circunscrita que se convierte en ley suprema en un Estado totalitario. El principio del jefe desarrolla su carácter totalitario sólo a partir de la posición en la que el movimiento totalitario, gracias a su posición única, coloca al jefe; sólo a partir, pues, de su importancia funcional para el movimiento".
Según la filósofa alemana "la tarea suprema del jefe es encarnar la doble función característica de cada escalón del movimiento: actuar como la defensa mágica del movimiento contra el mundo exterior y, al mismo tiempo, ser el puente directo por el que el movimiento se relaciona con ese mundo".
De este modo se produce una imbricación entre el líder y el proceso político que representa, sea un regímen o una revolución, dando fuerza al fenómeno del fetichismo político, que supone también el acto de delegar, como plantea Pierre Bourdieu en su ensayo "La delegación y el fetichismo político", en que vislumbra el lastre del idealismo dentro de este fenómeno ideológico. "La idolatría política reside precisamente en el hecho de que el valor que está en le personaje político, este producto de la cabeza del hombre, aparece como una misteriosa propiedad objetiva de la persona, un encanto, un carisma; el ministerium aparece como mysterium".
La exageración de los atributos del líder implica una elevación a dimensiones religiosas, con características excepcionales, despertando una excesiva admiración que se plasma en imágenes y citas textuales del sujeto, por parte de sus seguidores, entre los cuales se genera una fuerte rechazo frente a cualquier crítica hecha al sujeto de devoción, quien refuerza el sentido identitario de personas, grupos en torno a procesos políticos.
El carisma mesiánico es otro de los elementos que caracterizan a este fenómeno, alcanzando niveles en que la representación de la unidad nacional que sostiene a esta figura es capaz de sepultar la idea política de la alternancia en el poder, con lo cual el fetichismo político profundiza el principio de autoreferencia. Así como el análisis de Marx sobre el fetichismo sostiene que la mercancía se apropia de las subjetividades, de la conciencia, en el caso del culto a la personalidad son los principios ideológicos los que se apoderan de las subjetividades en el fetichismo político.
El hecho de que en los regímenes que nacen con una revolución tengan como elemento en común el fuerte rasgo del dominio carismático de un líder responde a varios factores. El primero es que las revoluciones se consideran como una gesta heroica para destituir un dominio tradicional, por lo que obtiene apoyo de la población, obteniendo legitimidad. Considerando la advertencia de Max Weber de que ningún tipo ideal de dominación legítima se manifiesta de forma pura, la dominación carismática con el tiempo toma rasgos de una dominación racional, con una organización encargada de crear nuevos estatutos y derechos para una sociedad, aunque siempre con la fuerte presencia de la personalidad carismática que representa a la forma de gobierno.
"El carisma es la gran fuerza revolucionaria en las épocas vinculadas a la tradición. A diferencia de la fuerza igualmente revolucionaria de la ratio que, o bien opera desde fuera por transformación de los problemas y circunstancias de la vida -y, por tanto, de modo mediato, cambiando la actitud ante ellos- o bien por intelectualización, el carisma puede ser una renovación desde dentro, que nacida de la indigencia o del entusiasmo, significa una variación de la dirección de la conciencia y de la acción, con reorientación completa de todas las actitudes frente a las formas de vida anteriores o frente al
"mundo" en general", afirma Weber.
Carisma y fetichismo, por lo tanto, se reconocen como una fabricación en Giorgio Agamben, lo que significa una connotación artificial más que espontánea en el accionar del líder carismático, siendo muchas veces desconocido por sus seguidores en la conformación de sus subjetividades en torno a procesos políticos y sociales.

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